Manolis Glezos, héroe de la resistencia griega
Estandarte de la izquierda helena, labró su leyenda al arriar la bandera con la esvástica de la Acrópolis durante la ocupación nazi de Atenas
La noche del 30 al 31 de mayo de 1941, dos chavales treparon a la entrada de la Acrópolis, donde ondeaba la bandera con la esvástica desde que, apenas un mes antes, las tropas nazis entraran en Atenas. Apóstolos Lakis Santas, de 19 años, y Manolis Glezos, de 18 años, arriaron la enseña y desaparecieron en la oscuridad, mientras daban a luz una leyenda. Lakis Santas murió en 2011 y Glezos, estandarte de la izquierda griega, soltó amarras a los 98 años este lunes, en Atenas, de una insuficiencia cardiaca.
Corrían los duros años de la Segunda Guerra Mundial, cuando Grecia era un bocado apetitoso en disputa entre las fuerzas del Eje y el Tercer Reich. La ocupación nazi (1941-1944) desencadenó uno de los periodos más negros de la historia reciente del país: las matanzas de civiles en Dístomo o Kalávryta; una hambruna que mato a cientos de miles de personas; ejecuciones sumarias, como la del hermano menor de Glezos. Más tarde, una guerra civil (1946-1949) que hizo jirones a la izquierda griega. Desde el primer día de la ocupación, como un resistente y fecundo sarmiento, el combatiente Glezos encarnó entre la escombrera de siglas la llama de la resistencia, así como el compromiso sin componendas. A un superviviente como él no le dolieron prendas en romper con Syriza, formación de la que fue diputado (2012) y europarlamentario (2014), cuando la izquierda gobernaba por primera vez el país, tras el vergonzante rescate que Alexis Tsipras se vio obligado a aceptar en 2015.
Como otro gran titán, el compositor Mikis Theodorakis –compañero de viaje y de protestas–, las de Glezos fueron verdades del barquero: incluso dentro de Syriza se asumían por pertinentes sus tirones de orejas, mientras seguían acudiendo a él como quien va de romería a un santo laico. Numerosos dirigentes del partido, así como de la conservadora Nueva Democracia, en el poder, glosaron este lunes su figura como “símbolo de la nación”. El Gobierno anunció también que su sepelio será sufragado con fondos públicos.
El que el general De Gaulle llamó en su día “el primer resistente de Europa” ha muerto como vivió, peleón hasta el punto de batirse el cobre en primera fila, tragando gases lacrimógenos como cualquiera, en las infinitas protestas antiausteridad en Atenas. Glezos nunca dejó de reclamar a Berlín las compensaciones de guerra por la ocupación nazi, lo que no impidió que durante una ceremonia en memoria de las víctimas de la invasión, en 2017, auxiliara al embajador alemán en Grecia, abucheado por los asistentes, arguyendo que los hijos de los criminales no deben pagar por los delitos de sus padres.
Originario de Apírazos, un hermoso pueblecito de la isla de Naxos del que también fue alcalde, Glezos se trasladó a Atenas de pequeño con su familia. Y como Grecia era pobre, con una pobreza mansa, limpia y honesta como gusta recordar el escritor Petros Márkaris, hizo de todo para sobrevivir: fue mancebo en una farmacia, estudiante frustrado por la guerra, periodista amateur, escritor, poeta, librero. Y político sobre todas las cosas, con ese aspecto de viejo lobo de mar, una sonrisa inmarcesible bajo la fronda del bigote, y su pelambrera blanca como un golpe de luz entre la marea de claveles rojos que cada noviembre conmemoran la masacre del Politécnico de Atenas de 1973, que precipitó el fin de la dictadura de los coroneles.
En la hoja de servicios a la siempre menguada izquierda griega, Glezos apuntó torturas, dos condenas a muerte, 16 años de cárcel y periodos de destierro y extrañamiento en las islas-prisión del Egeo. La movilización internacional, con De Gaulle, los escritores Albert Camus y Jean Paul Sartre y el pintor Pablo Picasso a la cabeza, le sacó en dos ocasiones del atolladero.
En una de sus últimas entrevistas, Glezos rememoraba la hazaña que protagonizaron él y su amigo Lakis en 1941. “Me preguntan siempre por la bandera, pero el principal recuerdo que tengo de esa noche es mi madre. Cuando llegué a casa, pasada la medianoche, la vi esperándome en la escalera. Me cogió de la oreja, me llevó a la cocina y en voz muy baja, para no despertar al resto de la familia, me preguntó dónde había estado. Entonces yo abrí la bolsita que llevaba y le enseñé un trozo de la esvástica que había recortado. Me abrazó, me besó y me dijo: ‘Vete a dormir’. A la mañana siguiente, mi padrastro le preguntó dónde me había metido la víspera. Mi madre respondió: ‘Subió a la terraza a ver la Acrópolis’. Es el recuerdo más conmovedor que tengo [de aquella noche], el de mi madre”.
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