Con el humo al cuello
Lo que nos causa escozor no es la devastación de las áreas naturales sino que algunas de sus consecuencias más aparatosas irrumpan en nuestra vida y la incomoden
Varios incendios forestales han arrasado este año las menguantes áreas de naturaleza que aún bordean partes de la Ciudad de México y Guadalajara, las dos mayores urbes del país. Esto no sucede por casualidad o mala fortuna. Los fuegos en áreas boscosas suelen ser responsabilidad de quemas agrícolas fuera de control, de actividades ganaderas irregulares, de la inconsciencia y negligencia en general y, en mucho menor medida, de eventos naturales (la proporción es categórica, según la Semarnat: un 99% debido a actividades humanas contra 1% debido a causas naturales). Pero hay un matiz: según las cifras oficiales más recientes (2017), solo alrededor del 20% de los incendios forestales son intencionales. Una quinta parte. Los que privan ahí son el accidente y el error (y acá hemos de incluir el error de reducir el presupuesto de prevención y combate a incendios, con el pretexto de la autoridad, que le está saliendo caro el nuevo gobierno…).
En las zonas limítrofes de las ciudades los siniestros pueden obedecer a patrones y motivaciones diferentes (y también pueden entrar en otras estadísticas, puesto que las áreas en que se producen no siempre son consideradas forestales). Y el principal causal que viene a la mente de cualquiera que se asome al tema son las quemas intencionales, deliberadas y ejecutadas como parte de un plan. Los desarrolladores urbanos, ávidos de tierras para fraccionar, suelen ser señalados por los medios y el común de las personas por estas salvajadas, pero las indagaciones oficiales en México no suelen esclarecerlo legalmente ni, mucho menos, evitarlo. Vayan unos ejemplos: uno de los pocos detenidos este año por prenderle fuego al bosque de la Primavera, en Jalisco, ha sido declarado como inimputable ya en ocasiones anteriores, debido a su estado de salud mental, y será liberado. Otro es menor de edad. Aunque fue detenido en compañía de más personas y en flagrancia, solo él pudo ser identificado como perpetrador del incendio. Y saldrá en poco tiempo, también. Nadie confiesa haber iniciado un fuego por órdenes o a cambio de un pago y probarlo sería complejísimo. Y así, en la impunidad y la sombra, los siniestros siguen, año con año, y carcomen otro trozo de un entorno natural que ya colapsa ante las presiones.
Los ciudadanos se quejan, claro, pero solo cuando el humo literalmente los ahoga. Debido a los incendios, los niveles de contaminación en la capital del país y en la de Jalisco se dispararon la semana pasada y las redes se llenaron de protestas y lamentos. Esto es esperable, sin duda. Pero no es algo que haya devenido en una mayor conciencia del daño ambiental que nuestros modos de vida y desarrollo provocan. Vaya: si los empresarios inmobiliarios continúan apropiándose del modo que sea de las zonas contiguas a las ya fincadas y llevan a la ciudad cada vez más lejos es porque sobra quien les compre lo que construyen, ya sea vivienda "de lujo" en zonas arboladas (y que se vende con el discurso de "la vuelta a la naturaleza", aunque la truene) o de vivienda popular suburbana, muy alejada de los centros sociales y laborales pero siempre ofrecida con frases melosas: "Tu casa a tan solo unos minutos del Periférico"… Y al único precio que muchos son capaces de afrontar.
Como sea, parece que lo que nos causa escozor no es la devastación de las áreas naturales sino que algunas de sus consecuencias más aparatosas irrumpan en nuestra vida y la incomoden. Y, francamente, irritarse por el humo es normal, claro, pero el problema de fondo no es la humareda, sino el ecocidio detrás de ella. ¿Hasta dónde crecerán nuestras ya saturadas megalópolis? México tiene tres urbes que se cuentan entre las cien más pobladas del planeta. Ciudades que devoran todo a su alrededor. Y que terminarán por devorarnos también, si no reaccionamos.
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