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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Lo que suena cuando suena Uribe

Su discurso público ha sido el cruce impune de límites que van más allá del insulto

Álvaro Uribe, en el Congreso de Colombia.
Álvaro Uribe, en el Congreso de Colombia. Getty

Lo que Uribe le dijo a Petro. Lo que Petro le contestó. Lo que Petro había dicho antes de que Uribe lo insultara. Lo que Uribe dijo antes de insultar a Petro.

El rifirrafe de maltratos, ecos del pasado, sentencias y miradas inquisidoras entre los senadores fue grabado desde todos los ángulos, y publicado en todos los sentidos, y titulado hasta inundar. Y luego desapareció.

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No podía ser de otra manera: inundar y desaparecer; es la frecuencia respiratoria de los tiempos.

Esta nueva oleada de maltrato ocurrió en el Congreso de la República, en el marco de la primera discusión de procedimiento en torno a las objeciones presentadas por el presidente Duque a la Ley Estatutaria de la JEP. Fue el martes 23 de abril, día del idioma.

El reporte de los hechos enfatizó el sentido del desvarío del senador del Centro Democrático tanto como el sustantivo ofensivo que eligió: “Prefiero ochenta veces al guerrillero en armas que al sicariato moral difamando”, y mientras dejaba que semejante neoconsigna antidemocrática colmara los oídos enardecidos de los demás senadores y asistentes, Uribe tomó asiento, desabotonó el saco de su vestido, guardó la pluma que siempre sostiene cuando habla y pronunció en clave de coro el insulto exaltado.

“Sicario… Sicario… Sicario…”.

He visto el video de este simulacro de insulto decenas de veces, preguntándome cada vez qué es lo que escucho, porque desde el primer momento supe que aquello que allí suena no es un insulto.

Esa pregunta, su sensación, entendí entonces, llevamos años masticándola:

¿Qué es lo que suena cuando suena Uribe?

Recuerdo el 2007, cuando era presidente de la República y resolvió defender el proceso de paz con los paramilitares señalando de “terroristas” a la bancada entera de parlamentario de un partido de oposición donde militaba un reinsertado del M-19: “pasaron de ser terroristas de camuflado, a terroristas de traje civil”.

Recuerdo el caso de Rubén Darío Pinilla, exmagistrado de la Sala de Justicia y Paz del Tribunal Superior de Medellín. Dicho Tribunal, junto a la Corte Suprema de Justicia, compulsaron copias en 2013 para investigar a Uribe penalmente. La respuesta de Uribe fue empapelar y vilipendiar al exmagistrado tachándolo de “guerrillero”.

Recuerdo a los humoristas que ha difamado diciendo que son “violadores de niños”; a los periodistas que ha tachado de “extraditables”; a los activistas de derechos humanos, a quienes ha estigmatizado desde el principio de los tiempos; a sus propios colaboradores, amenazados de ser golpeados “en la cara, marica”, en llamadas telefónicas que fueron pantomimas de indignación (probablemente grabadas por él mismo) ante el destape de los hedores de corrupción emanados de su administración.

Recuerdo ese decir suyo de vorágine incendiaria y regreso al presente del último exabrupto:

La pausa controlada luego de declarar aquello que sabe es una señal antidemocrática inaceptable; el tempo y el volumen exactamente iguales entre una y otra repetición; la mirada fija, sobre su presa, mientras enuncia, una mirada que no consigue ser mordaz porque brilla en exceso.

Entonces comprendí: lo que ocurre en este último agravio de Uribe es la actuación sonora de algo que no quiere agotarse en palabras.

Allí suena, allí se escucha, en el esmero escalofriante con el que pronuncia el sustantivo tres veces, el ánimo de quiengolpea; la conciencia rítmica de quien domina el sonido de sus palabras como amenazas de terror.

Por eso es escalofriante: porque Uribe sabe, puede leerse en la expresión de su rostro enajenado en odio, que no está insultando al repetir tres veces el sustantivo “sicario”; está cruzando la raya que quiere cruzar a partir del uso impune de un artilugio sonoro.

Su discurso público ha sido el cruce impune de límites que van más allá del insulto.

Luego, de inmediato, allí en el mismo encuadre, al tiempo que suena el último si - ca - rio, el brote de la sonrisa radiante de la senadora Paola Holguín, autora y defensora de la valla infame para difamar a la JEP, una sonrisa que es la metáfora cruel de lo que seguimos empeñados en convertirnos: especies que ríen cuando presencian la actuación sonora de un deseo de muerte.

En la pausa calculada que existe entre cada sustantivo desadjetivado, en el ánimo rabioso con que van siendo articulados cada uno de estos señalamientos, puedo escuchar el eco de nuestra desgracia sustancial:

Los 263.000 muertos de más de 50 años de conflicto armado; los 7.7 millones de desplazados internos desde 1985; una crisis humanitaria agravada desde 2018 pese al acuerdo de paz con las FARC, y alimentada recientemente por la inestabilidad en Venezuela.

Hay mañanas que te levantas y es como si te hubieran crecido las orejas; o como si la grasa que te sale de allí adentro fuera más fina, y condujera mejor las frecuencias, porque escuchas distinto: puedes distinguir artilugios sonoros; puedes comprender, con escalofrío y horror, la manera en que el expresidente ejerce el dominio de sus sonidos en clave de amenaza; puedes oír, al fin y con fatiga, la violencia acústica en las entonaciones sicÁrio… sicÁrio… sicÁrio…

Porque no ocurre allí, en esas fisuras, el sentido del sustantivo homicida, sino el espectro audible de impactos que se esconden en la articulación de palabras.

Álvaro Uribe Vélez lleva 20 años despertando y alimentando un sentimiento uribista cifrado entre el embrujo del tono firme y el sentido del mensaje bélico.

Y se reporta, a diario, con hiperventilación casi, los embrujos y sentidos de su decir, pero no el espectro audible que subyace a sus articulaciones de sentido y a sus desvaríos.

Y tal vez, en el manejo diestro de ese espectro audible, en los artilugios sonoros impunes que se permite, en la manipulación de los linderos de la sintaxis enredadora, en la prédica de tono y timbre de padre frenético, habita el núcleo del disturbio: una máquina especializada en emitir el principal ruido que impide el discurrir del debate democrático franco en Colombia; una máquina diestra en ensordecer.

Lo que suena cuando suena Uribe, creo empezar a comprender, es el espectro audible de nuestra historia reciente de violencia.

Juan Álvarez es escritor colombiano

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