Protagonistas de la guerra (Ureña, Táchira)
Podría haberse evitado este naufragio de fuego y de sangre en Venezuela pero sus supuestos protagonistas decidieron responder a la violencia con la destrucción
Si la guerra empezara mañana, si empezara hoy como quieren algunos, la única certeza que nos quedaría sería que solo va a terminar cuando haya acabado con todo. Adiós matices. Adiós humanidad. Podría haberse evitado este naufragio de fuego y de sangre en Venezuela, que apenas deja ruinas y orfandades, pero sus supuestos protagonistas —estos próceres de segunda mano que se sienten dueños de un párrafo de la historia— decidieron que la única salida que quedaba era responderle a la violencia con la destrucción. Por supuesto, Maduro es un dictador de siete suelas, que arruina a su pueblo y baila entre la muerte, pero también es el villano perfecto para reducirnos a todos a víctimas y espectadores de nuestra suerte.
Es el perverso show de siempre. Primero: una sociedad asediada, que no logra poner sus instituciones a su servicio, ni establecer un diálogo con una economía hostil, ni montar un Estado democrático, sino apenas Gobiernos militarizados que se portan como dueños del país, engendra un matón disfrazado de mesías. Segundo: el golpista Chávez monta una democracia a su medida, valiéndose de un sincretismo demencial que fusiona lo bolivariano con lo que sea, hasta amanecer convertido en el tirano Maduro. Tercero: Venezuela, una trinchera con una inflación de 10.000.000%, se vuelve la causa de una derecha “miamesca” que vive para probar que el lío de fondo es la izquierda. Cuarto: el éxodo venezolano que no da tregua, el regreso del uribismo al poder, y la marcha de la inescrupulosa Administración Trump, empujan al Gobierno de Colombia a dedicarle su agenda errática a acabar con el régimen. Quinto: el presidente Duque celebra un osado “cerco diplomático”, en busca de la caída de la dictadura, que va volviéndose un cerco sin más. Luis Fonsi agrava la crisis cantando Despacito en el concierto del puente de Tienditas, la ayuda humanitaria enviada por los estadounidenses es quemada en Ureña, el Comité Internacional de la Cruz Roja se resiste tanto a participar como a llamarla “ayuda humanitaria” porque no ve neutralidad en el objetivo, los enfermos ruegan que entren “los americanos”, Maduro grita escoltado por los colectivos chavistas, la derecha gringa azuza a sus sucursales latinas y Trump tuitea contra el Oscar y sueña con un titular que opaque los escandalosos titulares de su campaña.
Podría uno pensar, como los historiadores que ven la historia desde arriba, que el mundo es y ha sido así: las guerras pasan. Podría uno entender, con la clase política que se aferra al poder, la estrategia gringa de colgar en la plaza a un enemigo agrandado —como Husein— para que venga la reconstrucción y todo siga igual. Podría uno caer en la trampa de pensar como un público: el público de los discursos sobre “el lado correcto de la historia”, el público que canta “nos vamos pegando poquito a poquito”, el público de los vídeos de la frontera incendiada, de los desertores desolados, de los demócratas chéveres que se toman una selfie eufórica con el presidente Guaidó para la posteridad, que hoy dura menos. Pero quizás sea mejor notar a tiempo, ya, que no es que las guerras pasen, sino que nos pasan.
Si la guerra por Venezuela empezó hace unas horas, a pesar del llamado del Grupo de Lima, conviene saber que no somos sus espectadores y que podemos ser sus extras. Que no está sucediendo en tiempos de Roosevelt, sino de Trump. Y que acá en Colombia, en donde se estigmatiza día por día y día por día se pasa por encima de todo lo que tenga que ver con los acuerdos de paz, va a cebar la tradición de fracasar en el diálogo, de ganarse a una mitad de la población a fuerza de embestir a la otra. Mejor que no ocurra. Mejor decirle a otra guerra que no.
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