_
_
_
_
ARCHIPIÉLAGO
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El momento de la verdad (Apartadó, Antioquia)

Caterine Ibargüen ha vivido con la manía de superarse a sí misma

Ricardo Silva Romero

Gracias, atleta Caterine Ibargüen, por probarnos hasta la saciedad que en Colombia no sólo ha estado sucediendo una tragedia política, no sólo ha estado pasando un hado político que tiende a sentenciar a quien trate de que esta democracia esté a la altura de la definición del diccionario. Celebrar a un deportista de acá ha sido, desde que yo tengo memoria, celebrar que alguien se haya sacudido el gentilicio “colombiano” como un adjetivo peyorativo. Celebrar a una deportista de aquí ha sido celebrar que este país, que lo devora todo, no haya podido con ella. Pero en el caso de Ibargüen, que creció en una pequeña casa para muchos en los años más violentos de Apartadó, Antioquia, pero detesta que ello la defina, es caer en cuenta de que Colombia puede volvérsele a uno una bruma y una excusa para anhelar una vida después de la muerte.

Ibargüen ya era la gran atleta colombiana de todos los tiempos, por los primeros lugares en los campeonatos mundiales, por la medalla de plata en los olímpicos de Londres, por la medalla de oro en los olímpicos de Río –siempre en la severa disciplina del triple salto–, pero el martes 4 de diciembre recibió de la Asociación Internacional de Federaciones de Atletismo el premio a la mejor atleta del mundo. “No puedo con mis piernas –atinó a decir en medio de semejante clímax–: me están temblando”. Pues lo suyo, tal como se lo contó a la revista Bocas hace cuatro años, ha sido siempre ponerse los aretes que le regaló su madre, cantarse en la mente ese vallenato que dice “cada quien tiene en la vida su cuarto de hora…” y lanzarse al oficio insólito de ser breve en la tierra y ser lenta en el aire. Y para qué más.

Lo demás es politiquería: la puesta en escena de la polarización, la manía de vaticinarnos el desbarrancadero, el arte de hacernos creer que los políticos son los dueños de la política, la propensión, aquí en Colombia, a creer y a hacer creer que en este lugar del mundo no están pasando una serie de reivindicaciones de la experiencia humana –un coraje, una sabiduría, unos testimonios particulares–, sino solamente aquella clase política de siempre, que empezó por su declive y por su desprestigio, que hoy en día además pretende enfrascarnos en la patética idea de que acá ningún líder es sórdido porque todos los líderes son sórdidos, pero no se le ve el valor para proponer una ley de punto final, ni se le ve la seriedad de los colombianos que cometen la osadía de hacer su trabajo.

Como Ibargüen. Que no se ha dejado distraer por la leyenda urbana de que en este país de padrinos sólo es posible perder. Que ha vivido con la victoria, o sea con la manía de superarse a sí misma, como un punto de fuga. Que, si uno revisa su carrera, quizás sea una de las grandes atletas de la historia. Pero, puesta en el conjunto de nuestra sociedad, es una colombiana que ha dedicado su vida a estar a la altura de lo que suele llamarse “el momento de la verdad”. Resulta reparador oír a Ibargüen hablar del compromiso que tiene con ella misma, eludir las sentencias nacionalistas que tanto les sirven a los gobernantes, responder, si se le pregunta por el deporte en el país, algo concreto: que hay que crear una especie de pensión, que no puede ser que los atletas de alto rendimiento terminen sus carreras con las manos vacías.

Puede ser que el nuevo Gobierno haya estado rechazando todas las banderas que nos reúnen para bien –el pacto por la paz, el pacto contra la corrupción– en favor de las banderas que nos unen para mal: el aumento del IVA y el revanchismo. Pero no es tan grave como suena porque mientras tanto están sucediendo parábolas que, como la de Ibargüen, sí están transformando a esta sociedad que a duras penas quiere serlo.

Newsletter

El análisis de la actualidad y las mejores historias de Colombia, cada semana en su buzón
RECÍBALA

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_