Diez minutos antes del armisticio
Un viaje al lugar donde hace un siglo murió el último soldado francés de la Primera Guerra mundial, zona de frontera en la Europa donde regresa el nacionalismo
El lugar exacto donde murió el soldado Augustin Trébuchon, el 11 de noviembre de 1918 entre las 10.40 y las 10.50, es una incógnita. Se sabe que sucedió entre el ferrocarril y el río. También que Trébuchon murió de un disparo a la cabeza y que fue el último francés caído en suelo francés durante la Primera Guerra Mundial. Diez minutos después, a las 11.00, entró en vigor el armisticio: el alto el fuego que ponía final a cuatro años de guerra infernal con la victoria de Francia y sus aliados y la derrota de Alemania.
Ha pasado un siglo y hace frío esta mañana neblinosa en Vrigne-Meuse, el pueblo de 350 habitantes donde se desarrollaron las últimas hostilidades en el frente occidental. Pasa un TGV, el tren de alta velocidad. El alcalde, Jean-Christophe Chanot, pasea por las calles vacías y reconstruye hasta donde es posible aquellos últimos minutos del conflicto. “Este pueblo ha vivido muchos periodos de ocupación”, reflexiona. “Estamos en el río Meuse: esto es un corredor de invasiones”.
Las guerras napoleónicas en 1815, la franco-prusiana en 1870, la de 1914-1918 y la Segunda Guerra Mundial entre 1940 y 1944: el valle del Meuse, en la región de bosque y montaña de las Ardenas, fue un espacio de ruptura y fraternidad, el lugar donde las placas tectónicas de la historia colisionaban y donde, ocasionalmente, las heridas de Europa suturaban. Aquí se rompió Europa y aquí se reconstruyó.
El presidente francés, Emmanuel Macron, inicia este domingo una gira de seis días por los monumentos, cementerios y campos de batalla de la guerra en el norte de Francia. El mundo que 1918 alumbró guarda, en su opinión, parecidos inquietantes con el actual. “Europa afronta un riesgo: el de desmembrarse por la lepra nacionalista y quedar rebasada por potencias extranjeras”, dijo Macron esta semana.
De Reims —donde el odio entre la Francia republicana y la Alemania imperial estalló tras el bombardeo de la catedral en septiembre de 1914— hasta Compiègne —donde cuatro años después, en un vagón de tren, los aliados forzaron la firma de un armisticio que Alemania vivió como una humillación— las huellas siguen vivas.
Trébuchon era un campesino del centro de Francia que llevaba desde 1914 en la trinchera. En la noche del 9 al 10 de noviembre los comandantes ordenaron cruzar el río Meuse. Era una frontera simbólica, dolorosa para los franceses.
En la otra orilla se encontraba la aldea de Vrigne-Meuse, pero también Sedan, a 10 kilómetros de aquí y escenario, 48 años antes, de la gran batalla de la guerra franco-prusiana, que costó a Francia la pérdida de Alsacia y Lorena.
El mariscal Foch, jefe aliado, y los emisarios alemanes firmaron el armisticio en Compiègne a las 5.15 del 11 de noviembre. En la ribera del Meuse la refriega se prolongó hasta que a las 11.00 sonó la corneta que anunciaba que la guerra quedaba en suspenso. Por 10 minutos, Trébuchon habría vivido. ¿Muerte absurda? ¿Heroica? “Ningún soldado muerto por Francia ha tenido una muerte inútil. La calificaría más bien de dramática”, dice la historiadora Carole Marquet-Morelle, directora del Museo de la Ardena, en Charleville-Mézière, a 15 kilómetros de Vrigne-Meuse. La recuperación de Trébuchon concuerda con una tendencia a personalizar la historia, a darle nombre y apellidos.
La conmemoración de 1918 ya no es franco-alemana, ni un asunto de vencedores y vencidos, según el historiador Antoine Prost. Es mundial y con lecciones contemporáneas. "Hay que limitar la soberanía de los estados", dice Prost. "Un estado no tiene derecho a hacer la guerra sin haber intentado resolver pacíficamente el conflicto. Y los estados son necesariamente belicosos y revanchistas si no son liberales. Es decir, estados que separan sus constituciones, las libertades fundamentales. Lo que llamamos un Estado de derecho".
Pero la memoria se diluye y, viajando por las carreteras del norte de Francia, hacerse una idea de lo que fue la matanza requiere un esfuerzo de la imaginación. El último poilu —así se conocían a los soldados franceses, los peludos— murió en 2008. ¿Fin de la historia?
Este es un paisaje de cementerios militares y monumentos a los muertos, y también de arqueología industrial. El valle del Meuse era el valle rojo: cuenca metalúrgica desde el siglo XIX, feudo socialista y comunista, hoy zona postindustrial donde se reflejan las angustias del continente.
"Esto ya no tiene nada que ver con antes. Salíamos de la escuela e íbamos directamente a la fábrica", recuerda Gérard Baudoin, memoria viva del valle. "Cuando todo el mundo trabajaba, todos creían que mañana sería mejor que hoy, sabían que progresarían. Y hoy la perspectiva es que mañana será más difícil que hoy".
En los años ochenta, Baudoin fue alcalde comunista de Bogny-sur-Meuse, a orillas del Meuse. También es autor de publicaciones sobre historia y leyendas locales. Nació en 1944, y creció escuchando a los poilus hablando de la Gran Guerra. Participó como sindicalista en las movilizaciones del 68. Después vio cómo cerraban las fábricas, cómo aumentaba el paro, cómo los jóvenes emigraban, y cómo el los comunistas y los socialistas dejaban de ser el partido de la clase obrera y les sustituía la ultraderecha del Frente Nacional.
"Los pueblos felices", resume un personaje de un relato de Baudoin, "no tienen historia”. En Bogny-sur-Meuse, en las Ardenas, en Europa esta historia no ha terminado.
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