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Cartas de Cuévano
Columna
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Museo

Urge ver esta película, pues es el testimonio cinematográfico no sólo de un robo que parecía imposible, sino la huella visual de un México que ya no existe

La memoria es un museo en curaduría constante. Hay piezas de un pasado remoto que parecen moverse de sala conforme pasan los siglos e instantes irrepetibles que se atesoran intactos, así pasen los años sin recorrer sus vitrinas. En el espejo de nuestra historia común e íntima, el Museo Nacional de Antropología se yergue como epicentro emocional del pretérito que compartimos no sólo los mexicanos, sino los habitantes de un planeta azul que de muy lejos parece una canica acuática donde hubo un ayer en la interminable cronología de la humanidad en el que un rey todopoderoso quedó sepultado en Palenque, cubierto su rostro con la cara de jade de una máscara invaluable por intemporal. Se llamó Pakal y su biografía encarna un período de deslumbrante esplendor de la cultura maya; su cuerpo sepultado con polvo de cinabrio debía viajar al infinito sin límites y, sin embargo, en la noche del 24 de diciembre de 1985, su valiosa máscara fue robada junto con otras 140 joyas arqueológicas para asombro y azoro de México y el mundo entero.

Entre 1984 y 1986 fui profesor de Sociología I y II, así como maestro de Metodología y Técnicas de Investigación en el Instituto para la Administración del Tiempo Libre de la YMCA en la Ciudad de México. Era yo pasante de la licenciatura y había sido invitado a dar esas clases por mis entrañables maestros Antonio Bassols y Daniel Galindo, baluartes ejemplares de los estudios que se ofrecían en esa institución más bien ligada al deporte y etiquetada por una contagiosa canción que interpretaban —bíceps y bikini— los muñecos de Village People. Allende el gimnasio, la piscina olímpica y la variada oferta de actividades deportivas, la Guay ofrecía una Licenciatura en Tiempo Libre donde no pocos graduados salieron titulados con proyectos de Ludotecas Públicas, Gimnasios al Aire Libre o una tesis de Modificaciones al Reglamento Internacional de Voleibol, que les aseguraba un digno empleo como maestros de deportes en escuelas secundarias o preparatorias o bien, posibles dirigentes del deporte a nivel municipal. Con todo, tuve alumnos notables y recuerdo con afecto la rutina desmañanada de los horarios de clase, la calistenia fingida en los aparatos del gym y los muchos viajes que emprendí —saliendo del aula— hacia Atotonilco, en busca de concluir mi propia tesis y llegar a sentirme historiador (queriendo, en realidad, convertirme no más que en escritor).

Faltaban pocos días para la Navidad de 1985 y la Ciudad de México seguía empolvada en la ruina y desolación causada por el Terremoto del 19 de septiembre. Terminábamos el semestre con una clase que intentaba resumir algún pasaje de la historia de México y, al mismo tiempo, las cuadrículas y bártulos más útiles en eso que se llama Metodología y Técnicas de Investigación. La metáfora recurrente durante ese curso fueron casos de Sherlock Holmes como Historiador con lupa y minero en las profundidades de lo desconocido; todo para hacer atractiva la tediosa labor de intentar escribir una tesis y no recurrir al popularísimo plagio, que tanto se estilaba antes de la llegada de Internet y el instantáneo fact-checking. ¡Hasta Umberto Eco recomendaba el plagio en su multivendido libro Cómo hacer una tesis, como alivio para todo aquél que no estuviera dispuesto a sudarse los sesos en la vera investigación y construcción de un libro propio!

El caso es que luego de los abrazos navideños, uno de los alumnos me pidió hablar en privado y extrajo de su mochila unos papeles. Creo recordar que se trataba de un joven estudioso y entusiasta —aunque el museo de mi memoria me borra por completo su nombre y apellidos— y que tenía la rara costumbre de beber en clase los pequeños triángulos de leche descremada que acostumbran poner al lado de las tazas de café. Me comentó que su madre era afanadora en el Hotel María Isabel Sheraton y que, al hacer el aseo de una las habitaciones, encontró en el cesto de la basura (o bien, sobre el escritorio del cuarto) los papeles que me entregaba en ese momento y que tenían escritos a máquina los nombres de casi doscientas piezas arqueológicas del Museo Nacional de Antropología e Historia. En esa prehistoria, las cuartillas medían 23 o 26 renglones, escritos a máquina de escribir y a doble espacio; las hojas parecían haberse escrito con el entonces útil recurso del papel-carbón (considerando que no era tan fácil sacar fotocopias) y el alumno se preocupaba por haber descubierto las huellas de un robo absolutamente imposible.

Se acaba de estrenar en 700 cines de México —para luego ser proyectada a través de YouTube— la película Museo, dirigida por Alonso Ruizpalacios y protagonizada por Gael García Bernal. Urge verla, pues es el testimonio cinematográfico no sólo de un robo que parecía imposible, sino la huella visual de un México que ya no existe. Como máscara de jade se ha quedado la cara de un México donde la censura y mojigatería civil hubieran impedido ya no una película sino una digna investigación de un misterio: ¿a quién se le ocurre robar piezas del máximo museo antropológico de México, uno de los mejores del mundo, y además pretender en el mercado negro —por ejemplo— la máscara de jade del rey Pakal? Una cosa es que en 1985 había que hacer largas filas para sacar fotocopias y otra, muy grave, que la seguridad del museo más importante de México no dependía de alarmas sensibles, sino de insensibles guardias que hacían sus rondines con linternitas y que además se habían improvisado un brindis navideño sin imaginar que alguien pudiera entrar por las ventilas y robarse en una sola madrugada buena parte de la memoria maya.

Antes del hecho —y gracias al padre de un entrañable amigo que trabajaba en Hotel María Isabel Sheraton— tanto mi alumno, como su madre y yo entregamos los papeles a la gerencia del hotel, que felicitó a la señora por su labor, quedando de entregarle una canasta navideña (que no sé si entregaron), pero creo recordar que en todo momento enfatizaban que no es asunto de los empleados de hotel revisar, escudriñar o catalogar la basura y demás restos que se quedan olvidados en las habitaciones. Cuatro o cinco días después —ya de vacaciones— despertamos con la noticia del robo y nos reunimos, mi alumno, su madre y el padre de mi amigo en la mexicanísima tertulia donde la sobremesa se decanta por los senderos de aquí no pasó nada, nadie sabe-nadie supo, cada quien a lo suyo y esto ha de ser de alguien de altos vuelos y más vale callarse.

Años después del hecho se revelaron los nombres de los rateros —Ramón Sardina y Carlos Perches Treviño— y se reveló una enredada trama donde aparecía como cómplice —luego exculpada— la llamada Princesa Yamal, vedette encueratriz que electrizaba los antojos de más de un hombre de aquella época. Desconozco si Perches y Sardina estuvieron hospedados en el Hotel María Isabel Sheraton antes de realizar su enloquecida aventura y si de veras olvidaron en una habitación sus papeles con la lista de las joyas que pretendían robarse cuatro o cinco días después de abandonar el hotel y desconozco si esto ayude a desenredar la trama cinematográfica que han construido sobre el hecho o bien si contribuye a transmitir el mexicanísimo enigma de lo indescifrable, esa memoria que raya en lo inexplicable, como el techo de concreto macizo de un museo que parece suspendido en el aire por obra y gracia de una columna de agua.

En una espléndida entrevista con el periodista Luis Pablo Beauregard, Gael García Bernal contagia el sentido que tiene esa suerte de arqueología fílmica que va más allá de una mera narración o recreación ficcionalizada de un hecho insólito. Lo cierto es que urge ver la película y, para efectos del recuerdo, mencionar que el alumno ahora anónimo mereció la mejor de las calificaciones posibles al haber demostrado —como detective con botecito de leche en vez de pipa—el mejor olfato circunstancial en abono de eso que llaman Metodología y Técnicas de Investigación.

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