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Tribuna
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Y ahora, con ustedes, Santos (La Candelaria, Bogotá)

El presidente se ha ido sin haber caído en la trampa de creer en un “santismo”, pero víctima de un “antisantismo” virulento

Ricardo Silva Romero

Idea para un programa de radio: que se oigan risas pregrabadas de comedia gringa, quizás un poquito diabólicas, quizás rematadas por un acceso de tos tísica, cuando los expresidentes de Colombia –desde Gaviria hasta Uribe– llamen al expresidente Santos “ambicioso”, “ególatra”, “acomplejado”, “traidor”, como burros hablando de orejas. Se ha perdido la capacidad de guardarse lo que se piensa hasta que valga la pena decirlo. Se ha perdido la instancia, o sea, el grado jurisdiccional, de los amigos: de desahogarse antes de sentenciar. Seguimos siendo la “raza de mirones” de La ventana indiscreta, claro, pero, por cuenta de las redes, hoy somos también una raza de megalómanos que va por ahí diciendo lo que va a pensar, lo que cree que piensa. Y, sin embargo, fue insólito oír las sentencias de los viejos expresidentes contra el nuevo expresidente en una serie de W Radio de la semana pasada.

Idea para un país: un sitio escarpado con clima de democracia, como los Estados Unidos de antes de Trump, en el que los expresidentes permitan la historia, y sean ciudadanos decorosos y sabios a regañadientes, y no se corra peligro cuando se escriban biografías no autorizadas de los poderosos.

Santos se ha ido, luego de ocho años de gobernar a su manera, sin haber caído en la trampa de creer en un “santismo”, pero víctima de un “antisantismo” virulento que irá desapareciendo. Santos fue un periodista ansioso, un político extraviado, un ministro ejecutivo de tres gobiernos diferentes antes de ser el temible candidato uribista que contra todos los pronósticos de las elecciones de 2010 –recuerdo la sensación de que su victoria nos obligaba a seguir fingiendo un país entre la guerra– consiguió lo mejor que puede conseguir un gobernante de acá: poner en marcha la Constitución liberal de 1991, ahondar la democracia, aplazar “el embrujo autoritario”. Decir que en su presidencia hubo salidas en falso, arrogancias fatales, cegueras a los dramas sociales, frivolidades, autogoles, es decir que fue una presidencia de estas. Su clientelismo fue salvaje: eso sí. Pero conjuró la tiranía, que ya es mucho.

Consiguió la paz con las FARC, sí, en medio de la oposición más rastrera que recuerde yo, pero sobre todo logró una administración sintonizada con los derechos de todos que no fue nunca una fuente de miedo: criticarlo desde el periodismo no fue correr un riesgo.

Desde que tengo memoria se ha publicitado a diestra y siniestra el estereotipo de Santos: el hombre prepotente, calculador e inescrupuloso, hijo de El Tiempo, que tenía que ser presidente. Pero lo cierto es que en los últimos años, más allá de las mezquindades y de las famas que vaya uno a saber, ha sido claro que el expresidente es más complejo que eso. Que pasó de ser un jugador de póker de club social a ser un testigo sacudido por el drama de Colombia. Que alcanzó la gloria de quedarse sin amigos en la clase política. Que luego de llegar al poder como se llega acá, luego de verse sorprendido, durante ocho años, por la necesidad de no gobernar en vano, se despidió como presentándose ahora sí a todos: dio entrevistas autocríticas, capoteó los delirios de Maduro, inauguró un “contramonumento” ideado por la artista Doris Salcedo a partir de las armas fundidas de las FARC, en una casa en el barrio La Candelaria de Bogotá, y se rió de sí mismo –se parodió y se redefinió a sí mismo– en un video estupendo en el canal de YouTube del escritor humorístico Daniel Samper Ospina.

Idea para una serie: un impopular presidente de un país abrumado por la violencia, un país azuzado por una derecha inmisericorde y partido en pedazos por una guerra interminable por la tierra, logra que su última semana sea la mejor de su gobierno.

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