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Columna
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Amarillas, azules y rojas (Congreso de la República)

Desde hace un par de décadas, el Congreso de Colombia es una puesta en escena que los espectadores pagan para no ver

Ricardo Silva Romero

Ya son las 8:50 p.m. del viernes 20 de julio de 2018. Hoy, cuando el garabato de Google ha celebrado los 208 años de nuestra independencia, 15.000 integrantes de las Fuerzas Militares han marchado por la Avenida 68 para probar que somos “una sola fuerza”, y las banderas amarillas, azules y rojas se han tomado las fachadas de los edificios como haciéndoles calles de honor a los incautos, ha sido instalado el nuevo Congreso de la República de Colombia. Pero quizás lo mejor sea cavilar en vez de trinar, pensárselo dos veces antes de sacarle una moraleja a esta tarde: si fuera por el desmadre de esta tarde –por la violencia contra el presidente saliente, por la disciplina para no escuchar a nadie, por la aplastante elección, como cabeza del Senado, de un virulento crítico de los acuerdos de paz–, lo lógico sería dar esto por perdido.

Desde hace un par de décadas, desde que tantas curules fueron tomadas por tantos parásitos, el Congreso de la República es una puesta en escena que los espectadores pagan para no ver. Pero la extraña sesión de este viernes sí que merece ser interpretada.

3:20 p.m.: entran, como una concesión a la esperanza, los congresistas de las antiguas FARC. 3:55 p.m.: el exalcalde Mockus, líder de una transformación cultural estudiada en el mundo, es aplaudido en el llamado a lista de los senadores. 4:30 p.m.: se escucha el segundo mejor himno del mundo, “¡Oh, gloria inmarcesible…!”, porque va a empezar a hablar el presidente Santos. 5:22 p.m.: Santos, que es Churchill comparado con nuestros políticos sin utopías ni entrañas, eleva un discurso digno sobre la importancia de que la antigua guerrilla se haya sometido a la Constitución y sobre la paz y su legado, pero el expresidente Uribe, que ha vuelto a ser senador porque es un karma, no se limita a oír al jefe de este Estado, sino que se dedica a corregirlo por medio de setenta trinos como pies de páginas histéricos. 5:26 p.m.: la Alianza Verde pide un minuto de silencio por los líderes sociales asesinados a diario: “¡la vida es sagrada!”. 6:44 p.m.: Mockus se baja los pantalones negros y los calzoncillos azules ante la plenaria, tal como lo hizo en 1993 ante un enloquecido auditorio de la Universidad Nacional, porque nadie en ese Congreso –nadie– está escuchando el discurso del presidente saliente del Senado. 7:00 p.m.: los partidos de la oposición proponen a Mockus como nuevo presidente del Senado, pero la coalición del gobierno nuevo, que Uribe llama “sin politiquerías”, je, elige en cambio al congresista que hace dos años inventó que Santos entregaría la presidencia a las FARC.

Y claro que sí: el escándalo no es el triunfo de los peores politiqueros en el Congreso, sino la infructuosa bajada de los pantalones.

Si fuera por el desmadre de esta tarde, que ha tenido aspecto de derrota, habría que concluir que de aquí a 2022 nos espera un país patriotero que aplaude en los desfiles militares, pero que no quiere saber qué está pasando en este Congreso en el que los políticos de las últimas tres décadas siguen interpretándose a sí mismos para sí mismos. Habría que concluir no sólo que no hemos empezado de nuevo, sino que no somos capaces de corregir el rumbo, de salir de aquí. Quizás sea mejor que este día se acabe y se vaya –repito– para que, dándoles vueltas a las imágenes de la tarde, lleguemos a la conclusión de que este viernes 20 de julio ha pasado para que estemos pendientes: para que, como todos los actores, los congresistas colombianos tengan que estar a la altura de sus espectadores y tengan que pasar de cínicos a nerviosos.

En Colombia da rabia sorprenderse y da tristeza reírse. Pero hay que seguir haciéndolo para que los políticos tengan claro que estamos mirándolos.

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