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Columna
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El suicidio de los que no se hacen adultos en este mundo corroído

¿Por qué, en este siglo, más adolescentes han respondido a la desesperación eliminando su propia vida?

Eliane Brum

Desde que dos alumnos del Colegio Bandeirantes, una tradicional escuela de élite de São Paulo, se mataron en un período de 15 días el pasado mes de abril, el suicidio de adolescentes ha entrado en el debate público en Brasil. Los colegios privados han solicitado la presencia de psicoanalistas y profesionales de la salud mental en sus centros para hablar sobre el tema. Padres y profesores buscan pistas para entender por qué los más jóvenes se quitan la vida y cómo se puede prevenir la tragedia. Los casos de adolescentes que se matan ya forman parte de la crónica de ciudades de todos los tamaños del país. En Brasil, entre 2000 y 2015, los suicidios aumentaron un 65% entre jóvenes de 10 a 14 años, y un 45% entre los de 15 a 19 años, según un estudio realizado por el sociólogo Julio Jacobo Waiselfisz, coordinador del Mapa de la Violencia en Brasil. Puede que los números se hayan estabilizado ligeramente en los últimos dos años. Solo dentro de un año se podrá afirmar si es una tendencia o solo una oscilación. El suicidio ya es la segunda causa de muerte entre adolescentes en todo el mundo, según la Organización Mundial de la Salud. ¿Por qué se suicidan más jóvenes hoy que ayer?

Esta es la pregunta obvia de donde suele partir el debate. Pero la pregunta todavía más obvia quizá sea: ¿por qué no habría hoy más adolescentes que interrumpen su vida que en el pasado? Haciendo una lectura del presente, me parece que la sorpresa se justificaría si, en un mundo distópico, hubiera menos jóvenes con dificultades para encontrar sentidos ante la desesperación.

La inversión de la pregunta no es un juego retórico. Es decisiva. Es decisiva también porque devuelve la política a la pregunta, de donde nunca debería haber salido. Y la reubica en el campo de lo colectivo.

Cuando los adolescentes se matan, dicen algo sobre sí mismos, pero también sobre la época en la que no vivirán

Esta dimensión no borra la singularidad de cada caso, pero esta singularidad tiene que situarse en el contexto de su tiempo histórico. Cuando los adolescentes se matan, dicen algo sobre sí mismos, pero también dicen algo sobre la época en la que no vivirán. Me parece importante llamar la atención sobre este ángulo, porque generalmente se borra. En las particularidades de cada historia podemos encontrar caminos para prevenir el acto de desesperación, pero también debemos buscar pistas para entender lo que el suicidio expresa sobre nuestra época en la configuración del mundo donde tiene lugar la violencia autoinfligida.

Los adolescentes de hoy heredarán un mundo corroído por el cambio climático provocado por las generaciones anteriores, incluida la de sus padres, donde el agua se está convirtiendo en el gran desafío y el paisaje ya empieza a desfigurarse. Las series de televisión, el principal producto cultural y también de entretenimiento, expresan el sentimiento de esta época: un presente que ya es una distopía y la imposibilidad de imaginar un futuro que no sea apocalíptico. Internet, donde viven los adolescentes y la mayoría de los adultos, nos ha arrancado la ilusión de lo que llamamos humanidad. Al permitir que cada uno se muestre sin máscaras, que cada uno pueda “decir lo que quiera”, se ha abierto una herida narcisística cuyos impactos tardaremos en dimensionar. Esta ilusión sobre qué y quiénes somos cumplía un papel importante en el pacto civilizador. Su pérdida explica en parte la dificultad de compartir el espacio público, hoy intervenido por los odios.

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¿Por qué, ante este escenario, no habría más adolescentes con dificultad para encontrar salidas? ¿Por qué alguien que está viviendo una fase de la vida en que necesita lidiar con un cuerpo en transformación y asumir la responsabilidad de encontrar su lugar no estaría desorientado ante el mundo que lo espera, o incluso convencido de que no vale la pena ser adulto en este planeta?

Si cada caso es un caso, el significado de ser adolescente en esta época determinada no puede eliminarse de cualquier respuesta que pretenda ser una respuesta. Abierta, en constante construcción, pero una respuesta. 

El desafío que el suicidio impone a la sociedad es conseguir construir una respuesta que no sea la brutalidad de quitarse la vida

Un adolescente que se hace preguntas duras y se las hace a los adultos no presenta un desvío de comportamiento. Son preguntas inteligentes, son preguntas de quién se da cuenta en qué mundo vive, son preguntas de quien se niega a abstraerse de la realidad. El desafío que nos presenta el suicidio, como sociedad, es conseguir construir junto con los jóvenes una respuesta que no sea la brutalidad de quitarse la vida.

Esta tarea no es individual, no es un problema solo del adolescente que no consigue encontrar un sentido, o de su familia. Es una construcción colectiva. Incluye al adolescente, pero no solo a él. Si existe una posibilidad en este momento es la de que la desesperación de ver morir a los adolescentes haga que se rompa el silencio sobre el suicidio.

La creencia de que hablar sobre el suicidio aumenta el número de casos ha instaurado un silencio alrededor de las muertes que ha contribuido a que el problema y la supuesta solución se localice en el individuo. Ha alimentado la idea sin sustancia de que el suicidio es un acto de cobardía del adolescente y el fracaso de sus padres. El suicidio, convenientemente, ha dejado de ser una cuestión de la sociedad para convertirse en un problema de una persona o familia con algún tipo de defecto. O se atribuye a una patología mental, con varios nombres disponibles en el mercado. De hecho, hay casos de suicidios relacionados con enfermedades mentales, pero no podemos desconectar las enfermedades de la época en que se producen.

La cuestión no es la enfermedad mental, si existe, o la angustia y la desesperación, sino por qué el suicidio es la respuesta, y no otra, a la enfermedad mental, la angustia o la desesperación. Basándonos en el hecho de que a lo largo de varias épocas ya ha habido otras respuestas posibles, compatibles con el hecho de seguir viviendo, podemos construir reflexiones que nos arranquen de la repetición que acaba tratando como un problema exclusivamente individual lo que es también una producción social.

No se puede vivir en un mundo literalmente corroído y creer que el desvío lo tiene quien sufre con él

Volver a hablar sobre el suicidio es importante, pero es igualmente importante saber cómo hablar sobre él. Si creamos solo manuales, como si hubiera una lista de alarmas para identificar el que se separa de la manada, o si creemos que la salida es reforzar la causa y la solución individual, reforzaremos más la tragedia de nuestra creciente dificultad de hacer comunidad. En resumen: no se puede vivir en un mundo literal y subjetivamente corroído y decir que el desvío es de quien sufre con él y no encuentra otra salida que no sea el suicidio. O de la familia que no pudo o no supo impedir que el adolescente se quitara la vida.

Si podemos hacer algo con la tragedia que es haber creado un mundo donde un número mayor de adolescentes no se hará adulto, es volver a aprender a vivir en comunidad, redescubrir cómo tejer redes de cuidado mutuo. Eso no reduce la responsabilidad individual. Al contrario, la aumenta. Pero la coloca donde debe estar: creando un “lazo” con los demás. Creando todos juntos.

La primera generación formada en las redes sociales a partir de “me gusta” y “bloquear”

Tampoco hay que olvidar que la marca de hacerse adolescente en este siglo es la marca de tejer la propia experiencia en internet. La generación actual es la primera formada a partir de “me gusta” y “bloquear”, caritas sonrientes y caritas furiosas. A la vez que experimenta la posibilidad de eliminar cuanto o quien le molesta, enfrenta la imposibilidad de eliminar sus rastros para siempre. 

Estrenarse en la vida y ya estar condenado a la memoria eterna. Formarse en la impaciencia de los segundos y en la superposición de los tiempos. Creer que un vídeo de más de dos minutos o un texto de más de dos párrafos son demasiado largos. Arriesgarse en las redes sin los límites del cuerpo, pudiendo ser algo un minuto y otra cosa completamente diferente al minuto siguiente. Pero, a la vez, sentir los efectos profundos de los estímulos digitales en el cuerpo. Los días acelerados que se empalman y la fábrica de ansiedad. La imposibilidad de desconectar. La vida editada y “feliz” de todos, mientras por dentro se vive la tristeza como un fracaso en un mundo con tantos triunfadores de Facebook, sin saber quién o qué es real o fake.

En un vídeo publicado por Channel 4 News unos días atrás, Jaron Lanier, filósofo de internet y creador de la realidad virtual, sugiere que los adolescentes deberían abandonar las redes sociales por lo menos durante un tiempo. “Nos quedamos enganchados en un sistema de recompensas y castigos: la recompensa es cuando te retuitean y el castigo es cuando te maltratan en las redes”, dice. Esta manipulación, según Lanier, no es tan dramática como estar enganchado a la heroína o al juego, pero obedece al mismo principio. “Deja a las personas ansiosas e irritadas, y hace que los adolescentes, principalmente, se depriman, lo que puede ser muy grave”, afirma. “Existe una gran cantidad de pruebas y estudios científicos. El ejemplo más aterrador es la correlación entre el aumento de suicidios de adolescentes y el aumento del uso de las redes sociales”. 

“Date seis meses sin redes sociales”

Jaron Lanier les da un consejo a los adolescentes: “Si eres una persona joven y solo vives en las redes sociales, el primer deber contigo mismo es conocerte. Tienes que viajar, tienes que desafiarte. No te vas a conocer sin esa perspectiva. Entonces, date por lo menos seis meses sin redes sociales. Yo no puedo decirte lo que está bien. Tú tienes que decidir”.

Netflix, cine y vida tras la pérdida

El año pasado, invitaron al psicoanalista Mário Corso a dar una charla a los alumnos de una escuela pública del interior del estado de Río Grande del Sur, en el sur de Brasil. La diferencia es que no lo invitó la dirección de la escuela, ni los profesores, ni siquiera los padres. La iniciativa fue de los alumnos. Habían identificado a una alumna que pensaba en el suicidio y decidieron formar una red de cuidado. “Los compañeros están más cerca y saben mejor que nadie cuándo sucede algo realmente serio”, dice Corso. “Esa experiencia de ayudar a combatir el malestar en la escuela, de entender las dificultades de socializar, sería una formación extra y muy provechosa que la escuela podría dar a los adolescentes. Existen muchos adolescentes cuidadores. Hay que aliarse con ellos”.

A los profesionales de la salud mental les suele marcar la pérdida de algún paciente. Es algo que llevan dentro para toda la vida, pero en general lo trabajan y lo viven en el ámbito privado. Corso, sin embargo, también ha quedado marcado en la esfera pública. En 2006, uno de sus pacientes, Vinicius Gageiro Marques, de 16 años, transmitió su propia muerte por internet y varias personas de diferentes países le ayudaron a consumarla. La incitación al suicidio es un crimen previsto en el Código Penal brasileño. 

La muerte de Yonlu marcó el momento en que las personas se dieron cuenta de que, con internet, los jóvenes frecuentaban mundos que padres y profesores no alcanzaban

Más de un año después del suicidio de su joven paciente, Corso me concedió una entrevista que se convirtió en referencia, por la profundidad y honestidad con que habló sobre lo que vivió. La muerte del adolescente tuvo repercusión internacional y marcó el momento en que las personas se dieron cuenta de que, con internet, los jóvenes frecuentaban mundos que padres y profesores no alcanzaban. En el segundo semestre de este año se lanzará la película Yonlu, el nombre con que Vinicius se presentaba en las redes y firmaba su producción artística, dirigida por Hique Montanari.

Mário Corso es autor de varios libros, incluso uno infantil. Tres de ellos, escritos junto con la también psicoanalista Diana Corso, relacionan la producción cultural y el psicoanálisis, desde los cuentos de hadas a las actuales series de televisión. El más reciente es Adolescência em Cartaz – filmes e psicanálise para entendê-la (La adolescencia en la cartelera – películas y psicoanálisis para entenderla), publicado en 2017. Le hice cinco preguntas:

P. ¿Cree que el sufrimiento que provoca el suicidio hoy, en la era de internet, es diferente del sufrimiento que provocaba el suicidio en los adolescentes de generaciones anteriores?

R. Creo que el sufrimiento de los adolescentes es el mismo. Una soledad inmensa, una sensación de inadecuación, una desesperanza próxima a la desesperación. La idea de que no hay un lugar en el mundo para ti, que el mundo es demasiado complejo para poder decodificarlo, aliado al momento de fragilidad de los lazos entre iguales, es un cruce peligroso y doloroso. Lo que ha cambiado son las posibilidades de comunicación. Para bien y para mal. Por ejemplo, el bullying antes estaba restringido a un lugar, se quedaba en la escuela. Hoy, no para, no da un respiro y no le da al que lo sufre el derecho a empezar de nuevo. Internet no olvida.

Estar marcado en un colegio por una experiencia negativa, antes se podía resolver cambiando de escuela. Hoy, te llevas lo que te gustaría olvidar. Una búsqueda rápida y se sabe todo. Por un lado, la red puede incluso ayudar a los más fóbicos, ya que permite ensayar en un ambiente donde el cuerpo no está en juego y propicia que personas de hábitos diferentes encuentren su lugar. Por otro, también tiene su lado oscuro: permite que los que sufren enfermedades que antes estaban aisladas, como la anorexia, se apoyen en compañeros también tomados por la locura, que los incentivan a seguir en la enfermedad y le dan un sentido de pertenencia, de identidad, muchas veces letal. Sucede lo mismo con el suicidio. En la red, sigue habiendo foros de proselitismo del suicidio.

P. La muerte de Yonlu ¿qué le hizo cambiar en su clínica o en su modo de entender el suicidio?

R. No hubo cambios significativos en la clínica o en el entendimiento de las razones del suicidio. El principal cambio se produjo en mí. Bajé otro escalón de mi personalidad ya de por sí melancólica. Ya había perdido pacientes, pero eran casos graves, adultos con años de depresión crónica, de los cuales, entre idas y venidas, yo solo fui otro intento fracasado. Son pérdidas diferentes. En este caso, al ser alguien tan joven, con talento, inteligente, es difícil apaciguarse. Los psicoterapeutas hablan poco sobre los efectos de ser los depositarios y testigos de tanto sufrimiento. Pero las cicatrices son incurables. Quizás un día consiga entender mejor todo esto. El dolor todavía es punzante.

“Vivimos no por razones, sino por pertenecer a una red afectiva, por tener una sociedad que nos dé un lugar”

P. Desde aquella época, hace más de una década, opina que hay que hablar sobre el suicidio. Pero solo ahora, y en gran parte debido a series como Por trece razones (Netflix), el silencio sobre el suicidio entre adolescentes empieza a romperse. ¿Por qué es importante hablar y qué le gustaría decir?

R. Hablar sobre el problema ya es un comienzo. Es un tema tabú, nadie se siente cómodo para empezar. Nadie sabe muy bien qué decir. Lo que está en juego es el sentido de la vida. ¿Y quién sabe decir por qué la vida vale la pena? No lo sabemos hacer, incluso porque es una cuestión mal enfocada. No existe una respuesta racional. La respuesta es emocional. Vivimos no por razones, sino por pertenecer a una red afectiva, por tener una sociedad que nos dé un lugar. Estamos aquí porque alguien un día así lo quiso y quedó inscrita en nosotros esa marca. Las ganas de vivir es algo que los padres transmiten, o no, sin darse cuenta. Pero es un territorio imponderable, nebuloso. Creo que este es el momento de construir algo nuevo. Creo que el arte ya ha empezado a hacerlo. La serie de Netflix ha sido un buen comienzo. Antes de que se hiciera, no habría pensado nunca que tendría éxito. Tomado por el paradigma de Werther, de que narrar el suicidio puede incentivar otros, yo no la haría. (En el siglo XVIII, tras la publicación de Las desventuras del joven Werther, del escritor alemán Johann Wolfgang von Goethe, habría habido una ola de suicidios de jóvenes en Europa que se consideró efecto de la novela.) Netflix la hizo, y la respuesta fue la contraria: más gente hablando del tema y pidiendo ayuda.

“Si un estudio de televisión ha inventado una narrativa que hace que la gente hable sin estimular el acto, ¿por qué la comunidad de quien trabaja con la salud mental no podría hacer lo mismo?”

P. Usted, que analiza la producción cultural por el ángulo del psicoanálisis, ¿qué opina de la serie?

R. Tuvieron una idea brillante: crearon un héroe romántico aparentemente típico. Hannah, el personaje, es un alma sensible y que sufre, traumatizada e incomprendida. El mundo no sería lo suficientemente bueno para ella. Pero, a lo largo de la serie, se comporta de forma tan poco empática con el sufrimiento de los demás, está tan centrada en sí misma y es tan egoísta, que nadie quiere ser como ella. Exige un cuidado y una delicadeza que ella misma no tiene con nadie. Está ciega al dolor ajeno. O sea, le dieron la vuelta al argumento. Nadie quiere ser Hannah, aunque admitamos que tiene sus motivos y su sufrimiento. Ayuda a narrar el dolor y las ganas de irse, pero no despierta identificaciones directas. Si un estudio de televisión ha inventado una narrativa que hace que la gente hable sin estimular el acto, ¿por qué la comunidad de quien trabaja con la salud mental no podría hacer lo mismo? Tenemos que ponernos a pensar. Ha llegado el momento de inventar. Creo que es un desafío que tenemos que ponernos. Hay que dar visibilidad al problema real que es el suicidio. No informar de casos, sino encontrar una nueva manera de que siempre sea un tema relevante.

P. ¿Habría algo en la educación que se da actualmente a niños y adolescentes que los dejaría más vulnerables?

R. Es algo en lo que se piensa poco. Tenemos una conquista civilizadora interesante, que es la infancia protegida, reconocida en sus particularidades. No tenemos que cambiar eso, pero quizás habría que pensarla mejor. Nuestros hijos crecen en una burbuja de protección que se rompe en la adolescencia. Abruptamente, descubren la dureza del mundo, la violencia, la exigencia desmedida, a veces por parte de los padres. Se sienten traicionados por el mundo de cuento de hadas que les dieron. ¿No estaremos exagerando, no habría una manera de mostrar, desde más temprano, el mundo como realmente es?

Existe una depresión típica del inicio de la adolescencia relacionada con darse cuenta del peso del malestar de la civilización. Las utopías ya no cuelan, vivimos en una época de distopías, las creencias religiosas tampoco, el joven siente que está en un mundo absurdo. Y tenemos que pensar que él no ha desarrollado todavía los anticuerpos que nosotros ya tenemos... Y todo esto llega de golpe. ¿No podría venir en pequeñas dosis? Creo que nos pasamos con el mundo Disney. En resumen: no los preparamos para la desgracia, no hablamos de las derrotas, de las pérdidas, y son la única certeza que tenemos en esta vida. Les enseñamos a ganar, les decimos que serán vencedores. Les enseñamos lo fácil y olvidamos lo esencial: saber soportar las rudezas de un momento civilizador complicado.

El presente solo es posible si el futuro es posible 

Al inicio de esta columna, propongo cambiar la pregunta. No “por qué se suicidan más adolescentes hoy” sino “por qué no hay más adolescentes que se suicidan hoy”. Mi interrogación parte de la realidad de un planeta corroído y abandonado por las utopías. A este escenario se le suma la profunda crisis de la democracia como sistema capaz de mejorar la vida de las personas. “Tierra devastada” ya no es una figura del lenguaje, sino una literalidad. En la dificultad de ver un futuro próximo, casi nos parecemos a los marineros del pasado, que creían que el mundo se terminaba en un barranco, de repente.

¿Cómo podemos construir con los adolescentes una idea de futuro que no sea una distopía?

Sin perspectivas, sueños, imaginación, deseo, la percepción ya es de vida interrumpida. Tragado por los días de un presente acelerado, en que el cuerpo se ve afectado por estímulos las 24 horas, 7 días a la semana, pero no tiene ni espacio ni tiempo para asimilar ninguna experiencia porque enseguida viene otra, la sensación es de ahogo. Sin perspectiva de futuro, el presente es un vórtice.

Sugiero, entonces, una tercera interrogación para este momento: ¿qué podemos hacer junto con los adolescentes —porque creo que la juventud también tiene que responsabilizarse—, para que vuelva a valer la pena vivir en este mundo? O ¿cómo podemos construir juntos una idea de futuro que no sea una distopía? La imposibilidad de imaginar un futuro posible tiene impactos profundos sobre la vida de todos, mucho más de lo que la mayoría consigue dimensionar en el día a día. Recuperar la capacidad de imaginar un mundo donde se pueda vivir es el imperativo que atraviesa esta época. Imaginar a partir de la realidad brutal, y no negándola, como ha hecho la mayoría.

Este momento de romper el silencio sobre el suicidio es rico en posibilidades. Pero solo si somos capaces de reubicar la cuestión en el campo de la política. En ello tienen que apostar las escuelas, al igual que todos los espacios colectivos. El desafío, tanto en la red pública como en la privada, es el de hacer comunidad, incluso y principalmente entre las redes. No porque se llame “comunidad escolar” significa que es una comunidad escolar. Comunidad es algo mucho más profundo y demanda esfuerzo continuo de crear lazos dentro y fuera, reconociendo las fronteras para poder cruzarlas.

Será una pena si este despertar violento, despertar sobre cuerpos de alumnos muertos, se desperdicia por la visión estrecha del suicidio, como si estuviera desconectado de su época, individualizándolo y aislándolo. O por plantear cuestiones de salud mental como si pertenecieran a un archivo impermeable, que no se comunicara con todos los demás. Los síntomas de nuestro tiempo expresan donde están nuestros agujeros. Los más sensibles lo sienten primero.

Crear una respuesta para el suicidio de adolescentes también es crear una respuesta para nuestra vida en este planeta. Es enfrentar el tema del cambio climático y de cómo tenemos que adaptarnos a él, es enfrentar la responsabilidad de nuestra especie con todas las otras cuya casa hemos destruido, es enfrentar la crisis de la democracia y crear maneras de fortalecerla, para que vuelva a significar la posibilidad de combatir las desigualdades y fortalecer los derechos.

Ser parte de la creación del futuro, aun en la extrema desesperanza del presente, es crear lazos con la vida y con los vivos

El malestar de nuestro tiempo, que tanto afecta a los que se estrenan en la vida, se alimenta de nuestra imposibilidad de ver una vida posible un poco más adelante. Como los adultos tampoco la ven, el desamparo es total. Si un colegio o cualquier otra institución quiere de hecho enfrentar el suicidio entre adolescentes debe dedicarse también a construir con ellos una idea de futuro que no sea el apocalipsis climático, o nuclear. Formar parte de esta creación del futuro, aun en la extrema desesperanza del presente, es crear lazos con la vida y con los vivos. El suicidio también es la imposibilidad de formar parte de algo.

Sin imaginar un futuro posible, no hay presente posible. Es lo que todos tenemos que comprender. Es lo que los jóvenes cuerpos tumbados también están diciendo con su silenciamiento violento. Solo se combaten las ganas de morir creando un mundo en que valga la pena vivir. Esta es la principal tarea de la escuela y de todas las instituciones.

En la Fiesta Literaria Internacional de Paraty (FLIP) de 2014, el antropólogo Eduardo Viveiros de Castro dijo una frase provocadora, en el mejor sentido: “Los indios entienden de fin del mundo porque ya vivieron el fin del mundo en 1500”. Retomo esta afirmación para recordar que los jóvenes indígenas Guaraní-Kaiowá, las nuevas generaciones de uno de los pueblos originarios más masacrados del planeta, se suicidan desde los años 80. Su suicidio, invisible para los blancos, invisible como ellos mismos, cuenta una narrativa del fin del mundo. Deberíamos estar mirándolos a ellos, a ese dolor, a este mundo que ya se corrompió antes por la fuerza del exterminio.

Para los Guaraní-Kaiowá, palabra significa “palabra que actúa”. Responder al suicidio de los adolescentes con vida es romper las barreras del aislamiento y convertirse en palabra que actúa para hacer futuro.

Eliane Brum es escritora, reportera y documentalista. Autora de los libros de no ficción Coluna Prestes - O avesso da lenda, A vida que ninguém vê, O olho da rua, A menina quebrada, Meus desacontecimentos, y de la novela Uma duas. Web: desacontecimentos.com. E-mail: elianebrum.coluna@gmail.com. Twitter: @brumelianebrum. Facebook: @brumelianebrum.

Traducción: Meritxell Almarza

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