Expectativas y frustraciones sobre el debate presidencial
Qué ha pasado en México desde los primeros debates televisados hasta ahora
En esta mesa no se habla ni de política ni de religión, decía siempre alguien con la autoridad para hacerlo. Y hoy estamos a unos días de que se celebre el primer debate de 2018 entre candidatos a la presidencia de México. Entonces, ¿qué pasó?
Regresemos al origen. En esta mesa no se habla ni de política ni de religión, decía siempre alguien con autoridad para hacerlo. Luego daba un manotazo sobre la mesa y sanseacabó. Así nos educaron a los mexicanos y yo confieso que me daba una envidia enorme presenciar en otros lugares –España, Argentina, Chile– debates acalorados o apasionados o antagónicos entre quienes una vez terminado el argumento o exhibida la necedad del contrario, se iban al bar a tomar una cerveza, o se aventaban la cerveza en la cara. Pero hablaban. Mientras, en México todo intento de deliberación contrastada se atajaba con un rotundo ¡en esta mesa no!
Hasta que un día nos alcanzó la democracia.
O la narrativa de la democracia.
Resulta, decían los enterados, que en un régimen que busca que los ciudadanos elijan al más capaz, eso de contrastar ideas y propuestas es una buena práctica. Deliberación, formación de opinión, pedagogía pública. Muy bien, hagámoslo pues. Aunque seamos un país que privilegie la oratoria por encima del debate, que celebre los pactos en lo oscurito antes que la rendición de cuentas, que tenga acostumbrada a su gente a decir ¡en esta mesa no se habla de política!
Así las cosas, se organizaron, años ha, los primeros debates presidenciales. La suspicacia imperante llevó a poner reglas sobre reglas hasta terminar con un formato acartonado en que la iluminación era tan pareja, que todos se veían igualmente espantosos; en que la moderación en turno solo servía para ceder la palabra; en que la exposición de ideas nacía rancia; en que unos y otros solo se volteaban a ver para saludarse y despedirse. Por lo tanto, así que ustedes digan debate, debate, debate… pues no. Pero en México no nos hablamos fuerte ni de frente, somos sentidos y parecíamos destinados a cumplir las formas, no a subvertirlas.
Hasta que aparecieron ellos, ilusos torpedeadores de zonas de confort, que comenzaron a exigir que los formatos se volviesen más flexibles, que los debates fuesen de confrontación para poder identificar calidad y sustancia de los candidatos, que los moderadores no se limitasen a ser pasadores de palabra sino tuviesen un papel cuestionador activo.
Y así llegamos finalmente a 2018, año en que vivimos la elección más grande de la historia moderna de México. Solo que 2018 es también el año en que vivimos enojados, el año de la cabalgante desaprobación al desempeño del presidente, el año que sucede al que fue el más violento en las últimas dos décadas, el año en que los partidos políticos esconden sus vergüenzas en apelativos ciudadanos, el año en que las redes sociales rezuman bilis colectiva. Y así llegamos al debate del próximo domingo.
Las expectativas son altas, aunque las frustraciones ya se anticipan. Altas, porque las autoridades electorales lograron modificar apenas el formato del debate, pero algo es algo. Altas, porque estará el puntero en solitario otrora reacio a debatir, Andrés Manuel López Obrador; el destacado fajador de palenques argumentativos, Ricardo Anaya; el técnico desapasionado y poco comunicativo, José Antonio Meade; la abogada de palabra parca e ideas en proceso de diferenciación, Margarita Zavala; el rudo que logró colarse a pesar de sus trampas y de la mano de un polémico fallo del tribunal electoral, Jaime Rodríguez ‘El Bronco’. Y sí, las frustraciones ya se anticipan porque nada será suficiente para abordar todos los agravios de los mexicanos y porque, como dice Soledad Loaeza, tenemos más rabia que susto y eso coloreará necesariamente los alcances de la deliberación pública.
A ver qué pasa el próximo domingo. Pero, como sea, deberíamos aprovechar la oportunidad para que en las mesas de este país se hable más de política, y hasta de religión, y para que los mexicanos maduremos en prácticas públicas de argumentación que permitan construir ciudadanía.
Se vale soñar.
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