Sin documentos para abandonar los campos de desplazados
Tras escapar de Guta, decenas de miles de desplazados esperan una nueva documentación para salir de los campos de acogida
Por las callejas del campo de acogida de Haryeleh pulula un enjambre de más de 23.000 pálidos rostros constantemente sacudidos por el tronar de un megáfono que ora anuncia los turnos de comida, ora llama a que alguien venga a buscar a otro niño perdido. “Aquí estamos mejor que dentro [en Guta]. Tenemos comida, un techo gratis y médicos”, dice el agricultor Omar Bashah, de 49 años y desplazado de Guta. Unos gastos que según Abderrahman Jataed, el gobernador local, corren en un 80% a cargo del Gobierno sirio y el resto lo suplen organizaciones locales e internacionales.
La gran mayoría de los desplazados que llegan a los campos de acogida lo hacen portando documentos expedidos por las milicias islamistas que durante un lustro se han erigido como autoridades locales en Guta Oriental. Unos sellos inválidos para transitar en zona gubernamental. Al tiempo que la Administración de Damasco expide nuevos documentos y verifica las identidades, los hombres de entre 18 y 45 son sujetos a cribas. Aquellos en edad de integrar el servicio militar disponen de seis meses para “aclararse el cerebro” antes de insertar el Ejército sirio, cuenta Jataed en una atiborrada oficina.
Un barbero, también a cuenta del Gobierno, se pasea por el campo ofreciendo afeitados gratis, y de paso librar a sus clientes de unas barbas obligatorias en territorio islamista. Aquellos que son descubiertos con marcas en pecho u hombros por haber empuñado las armas son arrestados, cuentan los desplazados. A los recién llegados les visita también la Media Luna Roja, cuyo responsable local, Jaled el Jusasi, dice haber identificado tres casos de tuberculosis y atendido a 200 discapacitados.
Hasta ahora tan solo 3.500 mujeres acompañadas por sus hijos menores han logrado abandonar Haryeleh. En total 39.295 han salido de los ocho campos de acogida mientras que 44.308 permanecen en ellos, según el recuento que hace la ONU. Sin el aval de una familia, no se sale. Lina, de 30 años y madre de cuatro, ha logrado dejar atrás el centro de acogida de Addra gracias al aval de su sobrino Mohamed, soldado en las filas del Ejército regular sirio. Su marido habrá de esperar otros cuatro meses hasta que el Estado verifique su identidad para poder reunirse con ella. La mujer acaba de arrendar un cuarto en el mismo edificio al que seis años atrás llegó su hermana Nora, justo cuando Guta fue cercada por las tropas sirias.
No obstante, la mayoría de familias no tienen parientes a los que acudir y prefieren quedarse en los centros de acogida. Opción que también han tomado los 4.000 desplazados de Daraya, localidad al noroeste de Damasco, que un año atrás fueron los primeros en habitar el centro de Haryeleh. Son estos veteranos desplazados los que han montado pequeños negocios de ropa, verduras o de recarga de móviles en sus precarios hogares para vender a los recién llegados. “En la ciudad [Damasco] no podemos costearnos un alquiler, ni la electricidad o el agua. Si dios quiere, de aquí regresaremos a nuestra casa en Guta”, son los planes que hace Zarif, campesino en la cincuentena con dos mujeres y nueve hijos a cargo.
Este martes Lina pagó 25.000 libras sirias (45 euros) por el primer mes de alquiler de un cuarto sin ventanas en el damasceno barrio de Yaramana. Situado a tres kilómetros de Guta y, por ende, al alcance de los morteros lanzados desde Guta, esta barriada ofrece los alquileres más baratos de Damasco debido a la mayor probabilidad de ser herido o caer muerto en sus calles. El sobrino de Lina se remanga las ropas para mostrar sus cicatrices. En el cuello la de una bala que le alcanzó durante los combates en su oriunda Guta. En el pie, un tajo que le dejó la metralla de un mortero que le sorprendió regresando a casa durante unos días de permiso. Tras siete años de guerra, decenas de miles de los seis millones de desplazados de toda Siria comparten tanto las callejas como los cementerios de Yaramana. Esta semana, el acento de los gutenses resuena en unos cafés concurridos por aquellos que huyeron de los combates en Deraa, Deir Ezzor, Raqa e incluso por refugiados iraquíes.
La familia de Lina celebra su primer reencuentro tras años separados de lado y lado del cerco. Lo hacen compartiendo tazas de té hervido sobre un camping gas que sirve como cocina. Vestido de uniforme y recostado sobre la alfombra, su sobrino Mohamed argumenta en favor de su Ejército. “Vosotros y los armados nos habéis convertido la vida en un infierno”, zanja Lina al tiempo que su hermana menea la cabeza evitando intervenir. La resignación acaba imponiéndose conforme reanuda el desfile de tazas de té y la conversación torna hacia dónde habrá de acudir mañana para registrar a las dos hijas que tuvo en zona insurrecta y que ha de escolarizar en zona gubernamental.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.