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Relato de cinco años de asedio en Guta a través de la familia Said

Los desplazados del principal feudo rebelde de la periferia de Damasco describen la vida bajo el control de las facciones islamistas y el cerco del Ejército sirio

Natalia Sancha

Reclinada sobre las mismas mantas grises sobre las que hace apenas 12 horas se retorcía por el dolor de las contracciones, Fatime Said, de 22 años, se esfuerza por amamantar a su recién nacida. Siete días atrás logró escapar a pie de Guta Oriental cargando con una barriga de nueve meses y su primogénito de año y medio. Aterrizaron en el campo de acogida temporal de Haryeleh, el más poblado de los ocho que ha habilitado el Gobierno sirio en la periferia de Damasco. Sultana Said es el último nombre que ha garabateado Abderrahman Jataed, el gobernador local, sobre un grueso cuaderno con tapas verdes. Las páginas del registro no dicen nada sobre los traumas vividos por los 23.524 nombres que preceden al de Sultana. Con el campo saturado, en el cuaderno de Haryeleh tan solo se tachan los nombres de los muertos y se añaden los de los recién nacidos.

Omar Bashah reza ante la tumba de su padre, fallecido en el campo de desplazados de Heryelah a los dos días de escapar de Guta Oriental.
Omar Bashah reza ante la tumba de su padre, fallecido en el campo de desplazados de Heryelah a los dos días de escapar de Guta Oriental.NATALIA SANCHA

“No teníamos vitaminas para dar a las embarazadas, que durante los últimos meses se han alimentado a base de pienso y maíz”, cuenta la comadrona Nisrine, quien a cada poco se ajusta unas desgastadas gafas que sobresalen por la ranura del velo integral que cubre su rostro. Es una de las pocas enfermeras que trabajaron en Guta bajo las bombas y ahora lo hace en el campo de desplazados donde ha asistido a 20 parturientas en una semana. Al igual que el resto de vecinos, los Said son modestos campesinos de curtida piel. Cuando en 2013 comenzó el asedio, labraron la tierra por 1.000 liras la jornada (menos de dos euros). Ni siquiera dos días de trabajo bastaban para comprar una bolsa de pan en la economía del cerco. Después, los cazas de la aviación siria les dejaron progresivamente sin tierras que arar y con más de 1.500 tumbas que cavar.

“Los armados nunca se metieron con nosotros ni entraron en nuestras casas”, repiten las desplazadas que se arremolinan para conocer a la recién nacida de "casi tres kilos". Pero conforme se endureció el cerco y, con éste la hambruna, comenzaron los roces con los “armados”, como llaman a los milicianos islamistas de Faylaq al Rahman que controlaban el barrio de Jisreen. “Mientras nuestros hijos se morían de hambre, ellos siempre tenían comida y agua”, protesta Fatime que, al igual que el resto, les acusa de revender a precios desorbitados la poca ayuda humanitaria que entraba en el enclave. El kilo de azúcar que en Damasco se compra a 250 libras sirias (40 céntimos de euro), se vendía a 16.000 en Guta (25 euros). Hay quien, con 12 bocas que alimentar en unos suburbios donde la poligamia no es un estatus excepcional, tuvo que malvender su casa para comprar dos kilos de azúcar y algún saco de harina.

“Yo estaba como una vaca y ahora parezco un maniquí”, dice una señora que asoma la cabeza por la ventana provocando una ola de carcajadas. Entre la risa y largos silencios con los que ahuyentar el llanto, los desplazados se turnan para contar sus vivencias. Durante los dos primeros años de cerco recorrían en hora y media de marcha, o más bien de carrera para evitar asfixiarse por la falta de oxígeno, un túnel que les llevaba a Damasco capital.

Allí visitaban a sus parientes que habitaban el otro lado del cerco y hacían sus compras o iban al médico. Por estos mismos interminables túneles de hasta 20 kilómetros de largo y cuatro metros de ancho se avituallaban también los insurrectos en armas y los hospitales en medicamentos. Los más avispados comerciantes que mantuvieron buenas relaciones en “el otro lado” también hacían su agosto acumulando stocks de maíz y harina que revendían con ganancias del 1.000% en los periodos que se recrudecía el asedio. Cuando el Ejército voló los túneles, “hará unos dos años”, todo empeoró.

A los habitantes de Guta les llovían las bombas desde el cielo y las balas desde la tierra cuando las tres facciones mayoritarias afincadas en Guta se enzarzaban en mortíferas guerras intestinas por conquistar un puñado de barrios. Unos combates que provocaron la primera ola de miles de desplazados dentro del propio cerco. “Nos tuvimos que ir de nuestra casa y buscamos cobijo en el barrio de Hamuríe”, recuerda Mostafá al Hasha. Las familias abandonaban con lo justo sus hogares para ocupar las casas de aquellos conciudadanos más pudientes que ya hacía tiempo se sumaron a los 5.6 millones de refugiados afincados en los países vecinos.

Los Hasha tuvieron suerte, dicen, porque encontraron una casa “de gente de bien, con suelos de mármol, varios baños e incluso una terraza”. Si faltaban muebles, se hacían con aquellos de los edificios abandonados, moviendo la cómoda de una familia a una casa varias calles más allá. Para los Hasha, la cadena de éxodos —que se replica en el resto del país desde Homs a Raqa pasando por Alepo y siguiendo en Afrin— les llevó a vivir durante tres años en unas condiciones por encima de sus posibilidades sin renta alguna que pagar. “Ojalá pudiéramos volver a esa casa”, suspira.

Algunos de los 23.000 desplazados acogidos en el campo temporal de Heryelah.
Algunos de los 23.000 desplazados acogidos en el campo temporal de Heryelah.NATALIA SANCHA

La vida en los sótanos de Guta

El colofón para estas gentes ha llegado con la doble ofensiva aérea y terrestre que el Ejército regular sirio lanzó hace mes y medio y que se ha saldado hasta ahora con la evacuación de más de 15.000 combatientes islamistas y 30.000 familiares a Idlib, en el noroeste del país y hoy bajo el dominio de la rama local de Al Qaeda, el Frente al Nusra. Otros 100.000 civiles, según la ONU, y 135.000 según el Gobierno sirio, han sido desplazados a zonas bajo el control de las tropas sirias. Tan solo los pobres de solemnidad han permanecido en Guta. Al padre de Fatime le dispararon en una pierna los armados la primera vez que intentaron salir del enclave. La segunda, les cayó un mortero durante su huida. “Los armados nos devolvían a cada retén diciendo que los soldados sirios violaban a las mujeres y les cortaban la cabeza a los niños”, aducen los que han logrado escapar. “Los milicianos tenían un hospital exclusivo para ellos y sus familias, mucho más nutrido que el de los civiles”, arremete también la comadrona, a pesar de que la mayoría de sus compañeros médicos han optado por ser evacuados a Idlib temiendo la represión en zona estatal.

En las conversaciones, los héroes sin nombre son también un motivo recurrente. Todos recuerdan a un tal fulano, sobrino del panadero o primo del herrero, que durante uno de los bombardeos acudió a rescatar a una niña herida y lo pagó con su vida, cayendo muerto en el mismo sitio. O las enfermeras que, como Nisrine, corrían como liebres remangándose los sayos entre los proyectiles y las reprobaciones de los más píos con tal de asistir a las embarazadas que parían en los sótanos. En estos refugios e incluso en los túneles se han parapetado miles de familias durante 30 largos días. Bajo tierra se vivía y bajo tierra se moría. El asma se ha extendido entre los niños y la mayoría de desplazados muestran una cetrina piel, síntoma de la falta de alimentos y de sol.

Si la vida doméstica en un país en paz no es de por sí fácil, las hambrunas junto con el miedo han martilleado a estas familias desatando estrés y cólera en los subsuelos de Guta. “A veces las discusiones acababan en tiros entre miembros de una misma familia, otras en divorcio con un hombre que se iba dando un portazo para no volver”, cuenta ya menos sonriente Manar. Lo importante, coinciden los presentes, es que por fin pueden “descansar la mente y dormir a pierna suelta”. En los sótanos solo pensaban en la muerte, ahora solo piensan en regresar a sus casas. Ignoran que, al tiempo que hablan, tres hombres con nombres impronunciables se reúnen en Ankara para decidir su futuro. Son los líderes de Irán, Turquía y Rusia.

Hace dos semanas que los asediados tuvieron que elegir entre morir bajo las bombas o morir intentando escapar de ellas. Pero el ciclo de la vida no se detiene en Haryeleh donde tres días antes de que naciera Sultana, Omar Bashah, agricultor de 49 años, enterraba a su padre en el cementerio del mismo campo. Una montaña de tierra cubierta con ladrillos marca el lugar donde yace Ibrahim Bashah, el último fallecido en Haryeleh a los 92 años de una parada respiratoria. Debilitado por la falta de alimentos y por ende incapaz de caminar, los Bashah optaron por esperar en el refugio hasta que el vencedor de la guerra por Guta tocara sus puertas. Fue el Ejército sirio, para el que hoy Omar solo tiene palabras de gratitud, quienes transportaron a su padre en un coche, proveyeron con agua y alimentos a toda la familia e incluso han pagado la lápida que en pocos días señaliza el lugar al que siempre habrá de volver Omar.

Dos pesadas bolsas negras encuadran los ojos de la octogenaria viuda Amira y madre de Omar quien se cuadra ante la cámara como si fuera a retratarse una vez más para renovar el carné de identidad. “Ya no me quedan más lágrimas que verter. Solo aspiro a morir en paz en Guta, en mi tierra ". Mirar atrás es difícil para estas modestas gentes que ni siquiera tienen un móvil en cuya pantalla enseñar esa “preciosa y verde Guta de antes” de la que constantemente hablan ensoñados. Y sin embargo, no muestran ni el más mínimo atisbo de rencor, ni hacia los armados, ni hacia los uniformados. Prefieren encomendarse a Alá.

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