Un viaje en el tren de moda
El olvidado ferrocarril que une Ankara y la frontera con Armenia renace gracias a Instagram
La moda hipster consiste en recuperar lo antiguo y vetusto. Y el tren es algo antiguo y vetusto. No los de alta velocidad, que asemejan aviones a ras de suelo, sino el tren, tren: esas líneas tiradas por locomotoras de fauces cuadrangulares cuyos largos trayectos son indeciblemente lentos, pero que, por oposición al vuelo —impersonal, estandarizado—, ofrecen una experiencia más física, recorren los mapas pegados a sus relieves y accidentes geográficos.
El Dogu Ekspresi (Expreso del Este) cumple esas características: es una modesta línea de ferrocarril que une la capital, Ankara, y Kars, en el extremo nororiental de Turquía, 1.300 kilómetros caracoleando por tierras de Anatolia Central y Oriental en un trayecto de unas 26 horas. Su construcción se inició en los años treinta del siglo pasado y fue modernizada en los setenta. Pero es ahora cuando vive su boom: hace furor en Facebook, YouTube y, sobre todo, Instagram. Tanto, que resulta muy difícil conseguir un billete. En sus 14 años de jefe de vagón, el señor Necati jamás vio algo semejante: “Antes solo teníamos cuatro vagones e iban casi vacíos. Ahora, llevamos doce y van llenos todos los días”.
Parte al caer la tarde y los viajeros se agolpan para fotografiarse con el letrero del trayecto. No pocos van armados de luces de colores para decorar el camarote. Elif y sus primas, adolescentes de Trabzon, también se han traído un tocadiscos y comida como para un banquete: quesos, empanadillas, rollos de hoja de parra que, por la mañana, dispondrán primorosamente sobre la mesilla para hacer las delicias de Instagram. “Es la primera vez que viajo al Este”, confiesa Nevrihan; “pero desde que lo vimos en Internet queríamos experimentarlo”.
Escribe Martín Caparrós que el tren “es un mundo que se mueve”. Una postal rodante de la sociedad. Aquí hay compartimentos en los que un grupo de treintañeros juegan a las cartas, beben whisky y fuman sin parar desde que la locomotora comenzó a traquetear; chicas que bailan en pijama pasada la medianoche. Hay un hombre de pelo y bigotes lacios, traje barato azul chillón, que trata de vender su libro de poemas sin mucho éxito. Hay jubilados de una excursión con guía que llegan a desayunar al vagón comedor en chándal, y unas jóvenes perfectamente acicaladas, palo de selfie en ristre, listas para el autorretrato. El más cotizado es con medio cuerpo colgando fuera del vagón en marcha, la melena agitada por el viento de Anatolia. “Cazadores delikes”, los definió un artículo de la prensa turca.
En tercera clase van quienes viajan por necesidad. Mujeres orondas como jarrones chinos, empañoletadas, que duermen tumbadas sobre dos asientos abrazadas a sus niños. Hombres de rostros curtidos, oscuros, cansados. Van de la ciudad al pueblo. O del pueblo a la ciudad.
El tren sigue, durante un tramo, el curso del Alto Éufrates, de aguas aturquesadas, y luego, sus afluentes de aguas color chocolate. Atraviesa la parda Montaña de Hierro, con sus vetas de óxido verduzco, y otras tan pardas y peladas como ella que albergan valiosos metales y por eso las horadan minas y canteras.
Otra de las razones del éxito del Expreso del Este es que tenía fecha de caducidad. Se extendió el rumor de que lo sustituirían por la alta velocidad, así que los jóvenes se lanzaron a verlo por última vez. En los últimos tres meses, el viejo ferrocarril ha transportado a 80.000 personas. Y Kars, la ciudad mortalmente gris que Orhan Pamuk puso en el mapa con su novela Nieve, ha recibido más turistas que nunca. Turistas que fotografían su castillo y sus edificios de cuando Kars fue Rusia (1878-1918), y descubren el patrimonio armenio de las impresionantes ruinas de Ani, o pasean en trineo por el lago Çildir cuando está helado. Los hoteles están abarrotados, y la ciudad, pobre y ganadera, ha recibido millones de liras. Y el Gobierno, que iba a sustituir el Expreso del Este por la alta velocidad, ahora se plantea establecer un segundo servicio diario. Porque lo viejo vende.
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