Urk, en la ruta de la droga
La droga es un negocio vergonzoso que empieza a 20 millas de la costa, a unas dos horas de navegación
Llueve sin pausa en Urk, una antigua isla de pescadores hoy unida al continente y situada en el centro de Holanda, en la bahía por la que el mar del Norte penetraba en el país. El municipio, que sirvió de escenario para la película Dunkerque (2017), solo había sido objeto de comentarios por una lectura ortodoxa de la Biblia que se traduce en un rechazo a las vacunas. Es, además, una villa próspera, porque subasta en su lonja el 30% del pescado del país, y repara con éxito en el astillero los barcos de la zona.
Un viento inclemente parece haber recogido en sus casas a los moradores de Urk. Sus habitantes andan estos días avergonzados. “Varios vecinos, tal vez 10 de una población de 20.000, se dedican al tráfico de drogas y nos dan mala fama a todos”, lamenta un oficial del puerto, que pide guardar el anonimato. Esos vecinos no deseados recogen del agua, en alta mar, los paquetes de cocaína lanzados por cargueros que llegan de Sudamérica, y los llevan a Ámsterdam. A los círculos de los traficantes.
La isla quedó transformada en pueblo costero con la construcción, en 1932, del “dique de cierre” (Afsluitdijk, en neerlandés), un rompeolas de 32 kilómetros que protege al país de las inundaciones y creó un lago de agua dulce, el Ijsselmeer.
Esto cambió la vida cotidiana. Bloqueada la salida al mar, los barcos comerciales están anclados más al norte, en otros puertos, y la pesca se trae por tierra. “Pero lo de la droga no es nuevo”, dice el oficial del puerto. “Yo era pescador, y hace dos décadas ya recogíamos paquetes con las redes. La diferencia es que los rasgábamos y tirábamos la cocaína al agua. Es un negocio vergonzoso que empieza a 20 millas de la costa, a unas dos horas de navegación”. Atareado, no deja de atender el teléfono y señala la foto de su antiguo buque, colgada en la pared. Un día, un tipo que “siempre estaba con su barco, fue detenido y resulta que tenía relaciones con un cartel de la droga”.
“Ahora la policía marítima vigila las rutas de los grandes buques del Mar del Norte, porque es extraño que simples pesqueros naveguen por allí”. No da más detalles, pero en 2017, cinco personas, entre ellas tres lugareños, fueron detenidas como sospechosas del contrabando de 261 kilos de cocaína, valorada en 6,5 millones de euros. La llevaban a bordo, y Koos Plooij, encargado del caso y uno de los fiscales más conocidos de Holanda, ha llamado al orden al Ayuntamiento de Urk. Le ha advertido de que “mezclar la pesca legal con el narcotráfico abre la puerta a que se infiltre en la comunidad, y a toda clase de amenazas”. Se refería a las presiones denunciadas por Johannes N., dueño del barco donde se incautó el gran cargamento, que ha testificado sobre la intimidación sufrida también por su familia. Plooij teme que ocurra con otros pescadores, pero en Urk impera la ley del silencio.
Y eso que el goteo de vecinos manchados de cocaína no cesa. A principios de marzo, los hermanos Piet y Jakob K. fueron detenidos en Suecia con droga en el coche. Sus padres y las novias de ambos dicen ignorar los detalles del arresto, y la conversación gira en torno a la dureza de las penas suecas por traficar: un mínimo de cinco años.
“Es un grupo pequeño de manzanas podridas que estropean al resto. Buscan dinero fácil, y es una pena que Urk ande en boca de todos por ello”, dice Henny, práctico del puerto. “Pero esto pasa a gran escala en Ámsterdam, o en Róterdam, y no despierta el mismo interés”. ¿Tal vez porque el narcotráfico no se asocia a una villa de postal? “Sí, pero lo que fallan son las directivas de la UE, que solo crean problemas a la pesca”, opina Jan, comerciante al por mayor, gorro marinero azul y mucha prisa. Orgullosos ambos de su privacidad y “alma isleña”: nada de fotos ni apellidos.
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