Lala
Estas líneas pretenden leerse como una carta de amor para una monja
Estas líneas pretenden leerse como una carta de amor para una monja. De los diez hijos que tuvieron mis abuelos, Carmen Laura Hernández Ornelas seguía en edad a mi padre y aparece de niña, en fotos de un color imposible, con una cabellera negra enredada en bucles que su biografía habría de ocultar; ojos claros de esos que algunos recuerdan azules y otros, verdes de una entrañable y callada melancolía. Cuando la familia se tuvo que mudar a la Ciudad de México porque Guanajuato cuadriculó con la expropiación agraria los ranchos de siempre, Da. Carmen y D. Pedro Félix hicieron hogar en la calle de Gobernador Tornel a la sombra del bosque de Chapultepec (idéntico decurso que tomó la familia Ibargüengoitia Antillón y que explica más de un paralelo con todo lo Cuévano que Jorge cuajó en tinta). No sería entre las sombras de ahuehuetes y sauces llorones donde viviría su primer infierno la hermosa niña que llamaban Lala, sino a plena luz del día y en las calles de la Colonia Condesa: un fulano la tomó del brazo y con amenazas ya se la llevaba a quién sabe qué destino como reliquia de un cuento de hadas cuando una pareja de paseantes notaron que lloraba la niña. Estaban en el Parque España, tan cerca del México, y Lala se soltó corriendo y gritando que el hombre que la llevaba, la andaba robando. Primer milagro de su vida.
Cuando cambiaron los vientos y a mi abuelo le encargaron la administración de una granja aledaña a León, la familia ya con más hijos en hogar, volvió a Guanajuato cuando la carretera era un terraplén y los horarios se fijaban por la ordeña. Lala era adolescente la mañana en que otro fulano tuvo a mal chocar el jeep de la granja, con mi abuelo Pedro al volante y Lala que salió volando. Podría ser otro milagro en su vida el solo hecho de no haber muerto entonces, pero la ocurrencia de un médico que le injertó un hueso de guajolote en el fémur le daría lata toda su larga vida, incluso hasta la semana pasada que operaron a Lala por haberse roto la cadera con ese afán incansable por andar siempre haciendo algo y con esos huesos más que percha de una hermosa mujer que decidió profesar en la Orden de las Misioneras Mercedarias de Berriz. Cubierta la dote y con una vocación inapelable hay una foto de Lala en la escalerilla de un Constelation que la llevó volando a Madrid y de allí, en tren a Vitoria por la bella estación del Norte que hoy es un centro comercial para cubrirse con el hábito blanco que sólo dejaba al aire su cara bellísima.
Habiendo cantado sus votos perpetuos en España con mis abuelos como testigos en el único viaje que hizo la pareja a las Europas, Lala provocó los días en que Da. Carmen y D. Pedro conocieron a Pepe Balsa que sería el cicerone de toda un legión de hijos, nietos, sobrinos y amigos de todos los secretos de Madrid hasta incluso, regalarme la Villa del Oso y el Madroño en un cuento que ya quedó en tinta. Cuando volvieron a verla, vestida de virgen en el convento vasco, mis abuelos escucharon el discreto ceceo y la serenidad de murmullos con los que Lala hablaba como española y se mostraba feliz y agradecida con la comunidad que ya era su nueva familia, tan lejos de Cuévano.
Quiso el azar que viajara de vuelta a México cuando Julie Andrews cantaba por los cerros de Austria de las pantallas gigantes y el sonido de la música que ha sido el cemento de mi familia desde quién sabe cuántas generaciones más o menos explica que Lala viajase con guitarra. Un oportuno fotógrafo la captó cantando en la sala de espera de un aeropuerto y la monja volvió a Guanajuato precedida de una mención en la revista LIFE, como predicción de que se convertiría en la novicia rebelde de la vida real y no películas, porque aunque la conocí con el hábito en un convento de Chapala, Lala y sus hermanas Mercedarias muy pronto dejaron la cofia que les marcaba la cara como raya en las sienes y empezaron a vestirse de civil, sin dejar de ser monjas con su escudo de Mercedarias sobre el pecho y una inquebrantable voluntad colectiva por ayudar al prójimo. De lo rebelde, consta que Lala anduvo siempre en misiones para aliviar a los pobres en Chiapas, Oaxaca, lugares sin nombre y ya entrada la década de los años setenta: Nicaragua, donde cambió la guitarra por todos los bártulos con los que ayudó a patojos rebeldes y alivió heridas de milicianos en la heroica lucha con la que se destronó al nefando dictador Anastasio Somoza Debayle en la Revolución Sandinista que nadie podría imaginar que terminaría en la demencia de hoy en día habiendo sido una ola más apegada a la justicia que al abuso, más entregada a la solución de tanto desahucio que a la usura enloquecida, más de las monjas y curas que alababan la Palabra en libertad que a la censura y mentira con la que han mancillado el sueño desde Managua.
Cuenta la leyenda que otro milagro de la vida de Lala fue haber salido inexplicablemente viva frente al pelotón de fusilamiento que formaron unos soldados somocistas en Chinandega y consta que hay por lo menos otra foto célebre de su rostro en la entrada triunfal que hizo una multitud por las calles de Managua, con la guitarra al hombro, como portada del combativo diario Barricada. Se diría con muy mala leche que la Mercedaria andaba de mercenaria contra la oprobiosa oligarquía que ahogaba entonces a ese pueblo, pero su armamento era la bondad y su táctica balística dependía más de la palabra que de las balas; su militancia fue la ayuda constante e incondicional a todo prójimo aunque no fuera próximo y su hermosa mirada clara se fue envejeciendo con una sonrisa permanente en todas las misiones donde vivió con asombrosa austeridad, si no es que pobreza, entre niños famélicos y ancianos de miradas perdidas. Anduvo del tingo al tango, por paisajes que parecerían olvidados de la mano de Dios si no fuera por la presencia de tantos arcángeles sin hábito que se arriesgan al sacrificio de ayudar al Otro… y quiso el azar que Lala en persona protagonizara otro milagro que ya es hora de comentarlo en tinta y hacerlo público:
Entre los muchos errores y tropiezos que he vivido, no es secreto que padezco la enfermedad del alcoholismo (y que –sólo por hoy—llevo ya diecisiete años en sobria remisión), pero lo que no he explicado debidamente es que las peores cornadas se las pega a sí mismo el torero que se engaña con ilusiones vanas y hiere incluso a su propia cuadrilla. En una de las peores tormentas etílicas con las que me corneé el hígado, corazón y biografía me dio por emborracharme en Costa Rica y desaparecer de las obligaciones dizque literarias por las que me habían invitado a conocer ese hermoso jardín. Varios escritores, poetas y ensayistas son testigos del tipo de diablito en que me convertí y de las diabluras con las que me gané a pulso terminar enjaulado en una mazmorra de una cabaña en los cerros estrellados por tantas lucecitas que alumbran las cañadas donde queda San José y al día siguiente, ser llevado al aeropuerto como un bulto. Había lastimado a mis colegas, herido a mis amigos y me había fallado a mí mismo cuando parecía tocar fondo en una sala de espera, sin pase de abordar y sin que se me acercara nadie por el asco: la taleguilla empapada en sangre de riñón, la cara en una nube de alcohol rancio y el pelo revolcado por todos los desvelos… y de pronto, de la nada llegó Lala, mi tía la monja iluminada que pareció entender absolutamente todo en un instante y que recuperó el pase de abordar que tiré en algún pasillo y me llevó de la mano, incluso durante el vuelo que nos llevó a México a los dos, por puro azar o por la providencia que la guiaba ciegamente en su fe de toda la vida. El vuelo que ella había tomado en Managua había tenido que aterrizar en San José sin explicación alguna y el relevo que le asignaron para seguir su viaje a México resultó llevar el asiento aledaño al que me tocó en el pase de abordar… y espero que ahora se entienda que estas líneas son una carta de amor para intentar abonar una impagable deuda de gratitud y llorar en tinta las horas que llevo llorándole a Lala que se ha ido de este mundo en su Miércoles de Ceniza, con esa liturgia cíclica que le tatuaba la frente para recordar que somos no más que polvo, polvo de estrellas en el día en que se festejan los enamorados y se considera a la amistad como una forma del amor, tal como debería ponderarse como milagro la bendición de tíos y abuelos o primos ejemplares que nos acompañan y contienen como si fueran padres putativos o abuelas y tías, vírgenes sin hábito y madonas con aura dorada que son y serán ya para siempre como nuestra segunda madre.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.