“Pensé que se había acabado todo”
El dueño español de un restaurante se convirtió en héroe inesperado de los ataques en la capital británica
Después de 16 años trabajando en la hostelería de Londres, a donde emigró desde su ciudad con 21 años, Sergio Fariña (Pontevedra, 1977) era un hombre feliz el sábado 3 de junio. Había abierto su propio restaurante con varios inversores: Arthur’s Hooper en el Borought Market, una zona de terrazas en el centro. Ese día cumplía un mes y medio con el negocio abierto (vinoteca y comida con inspiración española y turca, nacionalidad de su esposa). Se encontraba en el piso de arriba del local haciendo el papeleo de un nuevo empleado mientras miraba de reojo la hora: hacía buen tiempo y su pareja estaría saliendo de casa para ir a buscarlo, tomar un vino y regresar juntos bordeando el Támesis. “El mejor momento de la semana”, dice a EL PAÍS.
Entonces observó en las cámaras de seguridad algo que no le gustó: uno de los guardias de seguridad contratados por el mercado para patrullar la calle se había metido dentro del restaurante. Un tipo alto, musculoso. Lo había hecho ya en alguna ocasión; Sergio prefería que no lo hiciese. Un enorme hombre armado y con uniforme paseándose por las mesas no es el ambiente ideal para un restaurante.
-Le dije que estaba todo bien. Me respondió que había escuchado a un tío pidiendo auxilio y quería saber de dónde venía el grito.
Los dos salieron a la puerta, giraron la cabeza su derecha y vieron a gente en masa saltando los ventanales abiertos de un restaurante situado a unos 150 metros, un sitio especializado en tapas españolas. El escritor Manuel Rivas dijo una vez que el terror era la playa de Riazor vacía un día caluroso de agosto de 1936; para Sergio Fariña, el terror fue ver a gente huyendo de los restaurantes un sábado por la noche. A los pocos segundos comprendió por qué.
-La gente chillaba y corría sin rumbo. Cuando se despejó la calle vimos a tres hombres. Llevaban dinamita atada al cuerpo, en la cintura y en las rodillas, toda a la vista, y cuchillos en las manos. Caminaban hacia nosotros.
Primero pensó en evacuar a todo el mundo. Dentro había unos 10 empleados y 20 clientes. Los terroristas estaban a cierta distancia, unos cien metros. Pero tenía la música muy alta y el personal de cocina trabaja en un piso inferior: era imposible avisar a todos. “Gritando ‘todos fuera’ sólo conseguiría empeorarlo. Los primeros segundos la gente siempre se queda clavada, y no teníamos tiempo”.
En lugar de sacarlos, los metió a todos dentro. Luego cerraron el ventanal y finalmente empezaron a bajar la verja. “Yo pensaba que si lo hacíamos todo muy rápido, con suerte ni se daban cuenta de que esto era un restaurante”. Pero la verja aún estaba por la mitad -una papelera la trababa- cuando los tres terroristas se plantaron delante del local. Uno de ellos se agachó para pasar la verja y se encaró con Sergio, que estaba cerrando la puerta: el terrorista quiso abrirla. Sergio la bloqueó con el pie y después hizo fuerza con el cuerpo: los dos estuvieron así varios segundos, cara a cara, empujando.
-Veía la dinamita que tenía pegada al cuerpo y pensé que se había acabado todo. Que aunque consiguiese que no entrase, se haría explotar y me llevaría por delante. De hecho, habíamos dado instrucciones a la gente para que se refugiase en el subsuelo, donde la cocina, para que no llegase la onda expansiva.
¿Él decía algo?
-No, nada. Tenía la cara desencajada, la mirada vidriosa, inyectada. Vete a saber lo que se meten antes. Mientras forcejeábamos me fijé en los cuchillos: los llevaban atados con cinta adhesiva a las muñecas.
El terrorista se cansó y siguió calle abajo. Entonces el pontevedrés reparó en la papelera: la quitó y bajó del todo la verja. Al llegar al final de la calle, los terroristas volvieron sobre sus pasos. Habían terminado su plan, que comenzó con un vehículo entrando en la zona comercial y siguió a pie apuñalando a la gente con la que se cruzasen, entre ellos un español que les hizo frente, Ignacio Echevarría.
Ya no quedaba nadie en la calle salvo ellos y la policía; ahí sí empezaron a gritar. Uno de ellos se arrodilló, extendió los brazos en alto y se puso a rezar. “Como en la escena de Platoon”, dice Sergio. Los tres murieron tiroteados. Habían asesinado a ocho personas y herido a 48.
¿Y la dinamita? “No explotó. Quieren sembrar el pánico con ella y evitar que un grupo de gente los rodee y los reduzca. Con la dinamita todo el mundo huye: es normal, qué vas a hacer”. El infierno no acabó para Sergio con la muerte de los terroristas. Llamó a su mujer, que hace el recorrido que siguieron los suicidas, y ella no cogió el teléfono. “Tuvo como 25 llamadas perdidas en tres minutos”. Estaba en la ducha.
Cuando habló con ella, las preocupaciones de Sergio se redujeron a las de cualquier propietario de restaurante: uno de los peatones que refugió de los terroristas estaba borracho. “Me dio la brasa no sabes cuánto. Cuando estaba forcejeando con el terrorista lo tenía detrás hablando. Luego se dedicó a ir bebiendo el vino que quedaba en las mesas vacías. Fue al primero que eché cuando acabó todo".
El vídeo de las cámaras de seguridad del forcejeo de Sergio Fariña se convirtió en viral (lo emitió en exclusiva Diario de Pontevedra). Sergio optó por desaparecer del mapa. “Vino gente con regalos, clientes encantadores y generosos, y llamaron medios de comunicación de todo el mundo. En aquel momento no podía hablar con nadie”
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