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Putin cambia a su embajador en Washington, figura clave de la trama rusa

Jefe de una operación secreta o simple diplomático, los contactos de Sergéi Kislyak con el entorno de Trump han desatado las sospechas de colusión

Jan Martínez Ahrens
Donald Trump posa con el embajador ruso en Washington en el Despacho Oval.
Donald Trump posa con el embajador ruso en Washington en el Despacho Oval.

Moscú retira del juego a su hombre en Washington. Sergéi Kislyak, el personaje más misterioso y ubicuo de la trama rusa, abandona la Embajada. Tras casi 10 años en el puesto, este diplomático algo rechoncho y extremadamente educado regresa a su tierra en un momento crucial de las relaciones y con un interrogante que le perseguirá hasta el fin de sus días. ¿Cuál fue su papel en el caso? Nadie tiene aún la respuesta, pero jefe de una operación secreta o simple embajador, atrás deja un escándalo que amenaza con arrasar la Casa Blanca. El sueño de cualquier espía.

Su salida fue comunicada escuetamente en la cuenta de Twitter de la Embajada como un "fin de misión". Su sucesor no ha sido designado aunque se especula con Anatoly Antonov, antiguo viceministro de Asuntos Exteriores.

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Kislyak, de 66 años, se había vuelto tóxico. La propia Administración Trump, tan proclive a Putin, sufrió su veneno. Primero fueron sus conversaciones con el teniente general y antiguo director de la Agencia de Inteligencia de la Defensa, Michael Flynn. Las mentiras sobre su contenido forzaron su dimisión cuando llevaba sólo 24 días como consejero de Seguridad Nacional.

El siguiente en sentir su tacto eléctrico fue el fiscal general, Jeff Sessions. En sus audiencias de confirmación ante el Senado, ocultó que se había reunido dos veces con el embajador durante la campaña electoral. Al destaparse la verdad, el incendio alcanzó tales proporciones que, para salvarse, se recusó en todo lo relacionado con el caso. Una mutilación que desde entonces le ha impedido controlar la investigación del FBI, la pesadilla de Trump.

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El tercer golpe llegó cuando se descubrió que Kislyak también se había reunido con el yerno del presidente, Jared Kushner. En la mismísima Torre Trump, el chico de oro le había pedido al siempre amable embajador que le abriera un canal secreto y directo con Putin. Dicho de otro modo, que fuera Rusia quien, de espaldas a la seguridad nacional estadounidenses, dispusiera la forma de comunicación con el mismísimo presidente de Estados Unidos. A diferencia de los otros, Kushner se salvó por su proximidad a Trump. Pero quedó malherido. Tanto que se especuló con su dimisión.

Flynn, Sessions, Kushner. La proximidad con Kislyak se ha vuelto tan peligrosa que ha recibido el título periodístico de “embajador más radiactivo de Washington”. Las sospechas de espionaje le persiguen. Es el funcionario ruso de mayor rango en EEUU y sería difícil que se escapase de su conocimiento una operación de esa magnitud. Pero quienes le conocen, niegan que sea el nigromante que algunos desean ver. Hablan de su excelente cocina en la sede del número 2659 de la avenida Wisconsin, de su simpatía y sus destrezas políticas.

Físico, casado y con una hija, empezó su carrera diplomática en la Guerra Fría. Ocupó un puesto medio en Nueva York y pronto escaló hasta ser representante de Rusia ante la OTAN, embajador en Bruselas y viceministro de Exteriores. De sus años ante la organización atlántica guarda buen recuerdo. Kislyak, como ha contado el antiguo embajador de EEUU en Moscú, Michael McFaul (2012-2014), es un especialista en negociación armamentística y tecnología nuclear. Alguien poco dado a las bromas, pero de gran capacidad de convicción. Más un político que un maestro de espías. En sus intervenciones públicas siempre ha defendido con habilidad los excesos de Putin. Desde la anexión de Crimea a la represión de opositores y homosexuales.

Pero ni todas sus dotes han podido frenar el constante deterioro de las relaciones entre Washington y Moscú. Una distancia que Obama ahondó y que ahora bracea en un punto extraño. Mientras el presidente propugna una reconciliación y se ha reunido largamente con Putin en el G20, sus halcones temen el acercamiento. Y la realidad no ayuda. El ciberataque contra Clinton y enjambre de empleados de Trump que revolotearon alrededor de Kislyak han mostrado el lado oscuro de Rusia.

Ni el gobierno ruso ni el estadounidense han querido explicar el motivo de su marcha. Nueve años son muchos y el ciclo ha entrado en fase negativa. Son argumentos suficientes. Pero a nadie se le escapa que se había vuelto una pieza más del escándalo. Cierto o no, era visto por muchos como el guardián del laberinto. El hombre que tenía y tiene las claves del mayor escándalo del siglo en Washington. El embajador de Putin en la trama.

Juego de espías

La trama rusa es el escenario de una titánica batalla entre los servicios de inteligencia estadounidenses y el Kremlin. Los americanos, alarmados por la peligrosidad del acercamiento de Trump a Moscú, filtran continuamente información para demostrarlo. El último paso lo dieron la semana pasada al destapar que en la reunión celebrada en plena campaña entre el embajador ruso y el actual fiscal general, Jeff Sessions, se trataron asuntos electorales. Un extremo que había sido negado por Sessions y que ahora le puede costar el puesto. El origen de la información era una informe enviado por Kislyak a sus superiores en Moscú y que fue interceptado por los servicios secretos estadounidenses. Puro espionaje.

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Sobre la firma

Jan Martínez Ahrens
Director de EL PAÍS-América. Fue director adjunto en Madrid y corresponsal jefe en EE UU y México. En 2017, el Club de Prensa Internacional le dio el premio al mejor corresponsal. Participó en Wikileaks, Los papeles de Guantánamo y Chinaleaks. Ldo. en Filosofía, máster en Periodismo y PDD por el IESE, fue alumno de García Márquez en FNPI.

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