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ABRIENDO TROCHA
Columna
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Como en los viejos tiempos

Tras casi tres meses de lucha democrática en Venezuela, más de 400 personas están sometidas a tribunales militares

Diego García-Sayan

Groucho Marx, no Carlos el alemán, en su genial humor negro, sabio y de bisturí, dijo algo así como que “la justicia militar es a la justicia lo que la música militar es a la música”. Acaso exagerado y simplificador, ya que en determinadas circunstancias la justicia militar podría tener una explicación histórica y hasta lógica y jurídica. Al tratarse, por ejemplo, de hechos y circunstancias estrictamente militares como la deserción en el campo de batalla u otros hechos que erosionen gravemente la disciplina castrense. Pero, esencialmente, es certero Groucho.

Fuera de circunstancias excepcionales —y circunscritas del ámbito estrictamente militar—, en las sociedades democráticas básicamente ha pasado a la historia el juzgamiento de civiles por tribunales militares, herramienta tan socorrida por dictaduras o gobiernos autoritarios. O eso creíamos. Después de casi tres meses de lucha democrática en las calles venezolanas y casi un centenar de muertos, más de 400 personas —la mayoría jóvenes— estarían sometidas a tribunales militares. Eso es una regresión histórica en Latinoamérica y una violación abierta de normas internacionales y constitucionales.

Las normas constitucionales de la mayoría de países latinoamericanos y, por cierto, la jurisprudencia constante de la Corte Interamericana en más de 20 casos contenciosos sobre casos de países como Colombia, Chile, Perú y Venezuela ha avanzado en una clara ruta restrictiva de la justicia penal militar. Llegados a este punto, de acuerdo con el derecho internacional, la misma sólo puede ser aplicable en dos circunstancias concurrentes: a) tratándose de personal militar en actividad; b) por delitos estrictamente castrenses (por ejemplo, los vinculados a la deserción de filas). La doctrina en el ámbito de Naciones Unidas es semejante.

Como estableció la Corte Interamericana en el caso Usón Ramírez contra Venezuela (2009) en concordancia con otros 19 fallos semejantes sobre la misma materia, el derecho a ser juzgado por un juez o tribunal imparcial es una garantía fundamental del debido proceso; exige que el juez que interviene en una contienda particular se aproxime a los hechos de la causa careciendo, de manera subjetiva, de todo prejuicio o, especialmente, subordinación jerárquica sobre la sustancia de su decisión. La Constitución venezolana de 1999 es concordante con ese criterio. Establece que la competencia de los tribunales militares se limita a delitos de naturaleza militar (artículo 261). Como lo ha recordado recientemente la Academia de Ciencias Políticas y Sociales de Venezuela los delitos “de naturaleza militar” son las infracciones a los deberes de disciplina, obediencia y subordinación de cargo de miembros activos de la Fuerza Armada. No las protestas callejeras de civiles.

Que una norma del Código Orgánico de Justicia Militar (artículo 123) —previo a la Constitución— autorice el procesamiento de civiles por tribunales militares no cambia las cosas ni “viste” de derecho el atropello. Sobre el Código prevalece la Constitución (posterior al Código) y el derecho internacional. Así lo ha recordado hace no mucho la Sala de Casación Penal en sentencia del 6 de diciembre de 2016. Recurrir a la justicia militar para juzgar a civiles es algo que extrema, más allá del límite, lo que es compatible con las obligaciones y estándares internacionales. Y, como la experiencia latinoamericana de los últimos 20 años ha demostrado, suele ser una medida desesperada e inútil para defender un orden contrario al derecho. Pasos graves que tienen, por cierto, un contenido ambivalente. Porque si bien es una ostensible regresión que tribunales militares juzguen a civiles que no han cometido un “delito militar”, la experiencia latinoamericana y de otras regiones indica que cuando se recurre a esas medidas arbitrarias extremas suele ser cuando la lógica autoritaria en el poder expresa una desesperación, anunciando, por lo general, lo que podría ser el principio del fin de ese autoritarismo. Anunciando, así, tiempos mejores.

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