Reunión de tres Papas y el Gran Muftí
La libertad de conciencia fue el precepto más revolucionario del concilio Vaticano II, hace medio siglo
Las guerras de religión, que tantas tragedias han ocasionado a la Humanidad, suelen ser, casi siempre, guerras contra alguna religión. Creencias que se creen, no las mejores, sino las únicas (el famoso “fuera de la Iglesia no hay salvación”, y aún peor, el terrible anatema: “el error no tiene derechos”); el combate sordo o abierto entre evangelizadores o proselitistas estilo Savonarola; líderes religiosos que ambicionaban convertirse en líderes del Todo (Calvino contra Castellio o Miguel Servet)… esas han sido la sustancia de casi todas las inquisiciones y matanzas. También, naturalmente, han librado las religiones batallas por el poder terrenal, unas veces apoyando a terribles dictadores (la España de Franco, prepotentemente nacionalcatólica), otras muchas porque alguna confesión religiosa se había convertido en la única conciencia pública contra totalitarios sin conciencia civil o ante revolucionarios que tenían al poder clerical por el único imposible de erradicar. El ejemplo más jaleado de estas persecuciones, a veces también por motivos económicos, es la Rusia de Pedro el Grande y la Unión Soviética estalinista, y, desde luego, el exterminio de judíos en la Alemania nazi.
La libertad de conciencia fue el concepto y el precepto más revolucionario del Vaticano II, hace algo más de medio siglo. Pablo VI, señalado por Juan XXIII para culminar aquel concilio, lo firmó el 7 de diciembre del año 1965 y quiso que la declaración se titulase Dignitatis Humanae, para subrayar que la libertad de religión era fundamento esencial de los derechos elementales de las personas. Recibida por Franco y los obispos españoles con gran repulsión (la Iglesia católica dejaba de ser, según ella misma, la religión del Estado y la única legal en España), la proclamación conciliar sigue siendo una de las asignaturas pendientes de muchas religiones y en muchos países, entre otros Egipto, donde todavía mueren miles de personas por sus creencias.
Este, el de predicar con el ejemplo la Dignitatis Humanae, es uno de los objetivos del arriesgado viaje de Francisco a El Cairo, donde se ha producido ante todo el mundo un encuentro que puede calificarse, como pocos, de histórico. Es la reunión de los tres Papas cristianos y el Gran Muftí (el papa de los musulmanes sunitas), los tres primeros en su papel de sucesores de los apóstoles (Francisco, sucesor de Pedro; Bartolomé I, sucesor de Andrés; Teodoro, sucesor de Marcos), y Ahmed Al Tayeb, gran imán de la Mezquita-Universidad de Al Azhar, como máxima autoridad del Islam sunita. Se trata de cuatro líderes religiosos empeñados en retratarse ante todo el mundo con tres objetivos principales: contra el odio religioso, para construir la paz y para afirmar que Dios y Alá no predican la guerra, ni el terrorismo ni la violencia.
No es poca tarea en un tiempo en el que (¡todavía!) millones de ultracatólicos y ultraortodoxos e incontables dirigentes políticos y sociales añoran Papas y Patriarcas guerreros, y naciones unidas contra el Islam. Pero el viaje de Francisco, que viene multiplicando sus gestos de acercamiento a los musulmanes desde que accedió a la silla pontifical, tiene sus riesgos, no sólo físicos. “El Papa no es ingenuo, sabe qué pasa con los coptos, pero quiere dar una señal positiva. Nunca pensó en renunciar al viaje justamente porque quiere estar presente allí donde hay situaciones de violencia y de conflicto. Viaja justamente porque Egipto necesita de alguien que anuncie la paz y que intente operar por la paz”, declaró el viernes el secretario de Estado vaticano, el cardenal Pietro Parolin, al L'Osservatore Romano, el periódico oficial del Estado de la Santa Sede.
Es la segunda vez que un Papa de San Pedro viaja a Egipto (Juan Pablo II lo hizo en el año 2000), y la situación no para de empeorar. Es como si Benedicto XVI hubiese tenido razón cuando, irresponsablemente, aludió al Islam como una religión violenta, en el ya famoso discurso de Ratisbona, el 12 de septiembre de 2006. Con la disculpa de reflexionar sobre el encuentro entre la fe y la razón a partir de la llegada del cristianismo, el Papa emérito, que acaba de cumplir 90 años, citó —se dijo después con “intención marginal” respecto al conjunto de su discurso en aquella Universidad alemana— un diálogo que el emperador bizantino Manuel II el Paleólogo mantuvo con un persa culto sobre el cristianismo y el islam, y sobre la verdad de ambos. En un momento de la discusión, citado por el Papa, el emperador interpela a su interlocutor para subrayar la relación entre violencia e islam. “Muéstrame también lo que Mahoma ha traído de nuevo, y encontrarás solamente cosas malas e inhumanas, como su disposición de difundir por medio de la espada la fe que predicaba”, le dijo. Se puede imaginar el escándalo que ocasionó el discurso papal, matizado una y mil veces por el Vaticano. La realidad fue que el párrafo citado por Benedicto XVI fue considerado en el mundo musulmán como expresión de su propia posición personal.
Es lógico creer que el papa Ratzinger no pensaba ya como el Paleólogo (pese a sostener todavía que la católica es la única religión verdadera), pero de aquellos polvos vienen algunos de los lodos actuales. Francisco está empeñado en barrerlos con su ejemplo. El primer paso, por cierto, lo dio Pablo VI poco después de firmar en Roma la Dignitatis Humanae, cuando decidió acabar con el encierro de los papas en el Vaticano desde la caída de los Estados Pontificios en 1870, y convertirse en el primero en visitar los cinco continentes. No pudo viajar a Egipto (tampoco a España, por prohibición expresa del dictador Franco, que no lo quería ver ni en pintura precisamente por la Dignitatis Humanae), pero hizo un gesto ecuménico de gran repercusión: devolver en junio de 1968 a los coptos ortodoxos de Egipto una parte de las reliquias de su fundador, el evangelista Marcos, después de que se lo pidiera el patriarca Cirilo VI con ocasión de las celebraciones por los 1900 años del martirio del evangelista. Las reliquias habían sido robadas (botín de guerra) por cristianos romanos en el año 828.
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