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El tráfico de personas y la esclavitud, una crisis olvidada

La Fundación Thomson Reuters congrega a expertos en una conferencia celebrada en Washington

Sabrina Peters

Deependra Giri realizó trabajos forzosos en Qatar. Jennifer Kempton fue obligada a prostituirse y consumir drogas en Columbus (Ohio). A más de 11.000 kilómetros de distancia, ambos fueron víctimas de una de las crisis más comunes y menos visibles: el tráfico de personas y la esclavitud.

“Algunos centros de estudio afirman que hay unos 46 millones de esclavos en el mundo. Otros, 21 millones. La realidad es que no sabemos el número, podrían ser muchos más”, afirmó este martes Monique Villa, la directora ejecutiva de la Fundación Thomson Reuters, que congregó en Washington a expertos, antropólogos y autoridades federales y estatales para tratar esta epidemia transnacional.

“El 60% de trabajadores forzados están en Asia, pero el tráfico de humanos se extiende a 167 países”, sentenció Villa en la presentación del acto en la Universidad de Georgetown, una institución que en los últimos meses se ha reconciliado con su turbio pasado al descubrirse que sus presidentes poseyeron esclavos hace casi 200 años. La reunión, conocida como Trust Conference, se celebra de manera anual en Londres y tiene como objetivo congregar a las principales organizaciones dedicadas a combatir el tráfico de personas a nivel mundial.

Es una crisis en ascenso. Un problema social del que poco se habla, pero que convive con nosotros: en las calles de las principales urbes y en los lugares más desolados del mundo. Desde Washington hasta la frontera sur de EEUU, pasando por los campos de refugiados de Irak y la vieja Europa, donde la llegada masiva de sirios han provocado un boom para esta actividad ilícita. Pero no es nuevo, pese a que el término “esclavitud” recuerde a la historia lejana de los reinos europeos o los Estados Confederados de América.

Giri lo vivió de primera mano cuando le fue prometido un trabajo como asistente en una pequeña empresa en Qatar. Procedente de un pequeño pueblo rural en Bangladesh, Giri partió al pequeño estado del golfo dejando atrás a su mujer y su hijo de tan sólo un mes de edad. Al aterrizar en la capital un hombre, sin preguntar, le retiró el pasaporte. No lo volvió a ver hasta dos años después, cuando su “contrato” finalizó.

Durante ese tiempo, Giri, que no podía escapar sin la firma de su captor, fue obligado a realizar trabajos forzosos, no recibió la remuneración establecida en su contrato y vivió en el techo de un edificio en una zona industrial de Doha. “Descubrí que era un esclavo moderno”, dijo entre sollozos este martes al narrar su historia. Hay muchos como él, explicó, atrapados forzosamente en un limbo legal en el que las empresas y el empleado firman un contrato legal que luego es violado una vez el empleado se desplaza al destino.

Pero no hace falta irse a otra parte del mundo. Por las calles de Columbus (Ohio), la historia de Kempton fue forzada a cometer actos sexuales, abusada y hasta violada con un cuchillo de carnicero durante más de dos horas por su patrón, un hombre que le vendió a otros traficantes de personas antes de hacerle eso. A Kempton también le obligaron a convertirse en adicta a las drogas, una dependencia que le impidió salir de ese círculo vicioso y alejarse de las bandas criminales. Una de ellas, King Munch, tatuó su insignia en la nuca de Kempton antes de venderle para trabajos sexuales a otro grupo criminal. “Me vendían como si fuera ganado”, dijo desde ante el auditorio repleto en Georgetown.

Ambos supervivientes, lejos de ofrecer una visión optimista del futuro con respecto a esta actividad ilícita, insistieron en el auge de este problema que ataca a los estratos más vulnerables de la sociedad.

En EEUU esta situación corre el riesgo de verse exacerbada durante la presidencia de Donald Trump, cuyas políticas de deportación masiva fuerzan a los inmigrantes ilegales a vivir en mayor clandestinidad y les convierten en presa más fácil para el crimen organizado en torno a esta actividad. Según advirtió la antropóloga Denise Brennan, “los propios indocumentados tienen miedo de salir a la calle y denunciar una situación ilícita —ya sean los abusos sexuales, el trabajo forzado o sin remuneración, o unas condiciones de vida inhumanas— por el riesgo de que las autoridades, en lugar de ayudarles, ordenen su deportación”. “Las políticas de Trump refuerzan este tipo de historias”, afirmó Brennan, que ha escrito tres libros sobre el tráfico de personas en Estados Unidos.

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