El oficio más viejo del mundo (Chinácota, Norte de Santander)
La verdadera política sucede a espaldas de los politiqueros
Son la copia de la copia. Son los déspotas que aprendieron de los déspotas que imitaban a los déspotas. Quizás hoy sea el tambaleante Nicolás Maduro, el dictador venezolano en sudadera, el más visible entre todos: su ira ha sido ira de tirano en las últimas, ira de tirano mediocre, “¡Colombia es un estado fallido!”, “¡voy a revelar los secretos del acuerdo de paz con las Farc!”, “¡hay un plan para matar a los líderes de la guerrilla!”, porque el presidente colombiano Juan Manuel Santos escribió en su cuenta de Twitter la sentencia “hace 6 años se lo advertí a Chávez: la revolución bolivariana fracasó”. Cierta derecha colombiana anda regodeándose en la caída de la izquierda bolivariana, pero lo cierto es que esa falsa democracia no se volvió tiranía por haber sido liderada por la izquierda, sino por haber sido raptada por la ineptitud, por la corrupción rampante que es el lugar común de los políticos que un día se niegan a dejar el poder.
Tal vez lo más revelador de la serie Los Soprano, aparte de la confirmación de la banalidad de la ilegalidad, sea aquello de que sus mafiosos son la copia de la copia: no son los gánsteres desalmados de Buenos muchachos –Uno de los nuestros en España, pero ese es otro lío–, ni son los inmigrantes sepias que honran a una familia como a un pequeño Estado en El padrino, sino comerciantes en chanclas que se vanaglorian de un pasado que desconocen. Esta época parece usurpada por líderes así: líderes como nietos que despilfarran la fábrica que inventaron sus abuelos o jugadores de fútbol que aprendieron a jugar en el Xbox. Resulta inútil parodiarlos porque son su propia parodia. Resulta increíble ser testigo de lo poco que coinciden sus intereses con las realidades de sus pueblos. Y sus vicios, en manos de Maduro, se ven mucho peor.
Se supo la semana pasada que en Chinácota, un caluroso pueblo de Norte de Santander, cientos han estado protestando porque la Corte Constitucional ha ordenado la reapertura de un legendario burdel que está cumpliendo 82 años de haber sido fundado, pero que fue cerrado por la alcaldesa a principios de 2016 porque –por ejemplo– queda a cien metros de un colegio. La Corte, que lleva veinticinco años regulando los dramas sociales que los peores políticos agravan –y que ha sido capaz de lo obvio: de establecer derechos como el aborto, la eutanasia y el matrimonio homosexual–, esta vez no sólo reivindicó el derecho al trabajo de las quince trabajadoras sexuales del bar, sino que puso en duda la conveniencia de crear “zonas de tolerancia”, exigió afiliar a las prostitutas a la seguridad social e invitó a legalizar a las cuatro venezolanas del grupo en vez de deportarlas.
Cuento esto para que sea claro que la verdadera política sucede a espaldas de los politiqueros. Cuento lo que ha estado sucediendo en Chinácota porque se ha vuelto común que los gobernantes se pasen la vida gritando consignas de campaña –y azuzando a las muchedumbres y atizando los miedos– mientras los funcionarios serios se baten para que los grandes debates morales se reduzcan a lo que en verdad son: realidades, derechos frente a la ley, asuntos de salud pública. No le pida usted a Maduro que les dé la mano a cuatro trabajadoras sexuales de su país, ni que le estremezcan los muertos en las marchas contra su propio régimen, ni que pierda su tiempo en algo que no sea sostenerse en el poder, ni que se porte siquiera como un dictador de aquellos que acabaron siendo protagonistas de las obras maestras del boom.
Maduro amenaza e insulta a Santos con las mismas palabras con las que la oposición de ultraderecha amenaza e insulta a Santos. Maduro es la copia de la copia de un tirano: su oficio es el más viejo del mundo.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.