La catástrofe como pretexto (Mocoa, Putumayo)
Creo tercamente que, siempre que sea necesario tomar partido, hay que estar del lado de las personas que se permiten los lugares comunes: el amor, la reconciliación, la paz
No hay mucho que decir, sino mucho por contar y mucho por ver de la llamada “tragedia” de Mocoa, Putumayo. Pero como las redes sociales han reducido “hacer política” a “vivir en campaña”, y han hecho que sacar a las personas de su cabeza sea aún más difícil –no sé si estoy exagerando, pero últimamente he tenido la sensación de que escuchar y retener y digerir lo que están diciendo los demás se ha vuelto tan impopular como leer las instrucciones de los aparatos eléctricos–, tras la terrible avalancha de Mocoa los políticos han perdido nuestro tiempo en interpretaciones viles e interesadas de unos hechos que a duras penas han sido narrados: han señalado verdades con el dedo, sí, que los gobernantes y los gobernados tienen que hacer lo posible para prevenir los desastres naturales, pero, con una mezquindad digna de los récords Guinness, han usado la catástrofe como pretexto para repetir las consignas de siempre.
Creo tercamente que, siempre que sea necesario tomar partido, hay que estar del lado de las personas que se permiten los lugares comunes: el amor, la reconciliación, la paz.
Creo que luego de la pesadilla de Mocoa, y en medio de un duelo violento y cargado de resignación a la naturaleza, de vergüenza ante la propia ceguera e ira con lo que se pase por delante, en términos generales los colombianos se han decidido por la compasión, por la fraternidad, por el auxilio. Sólo unos cuantos han rechazado la solidaridad de las Farc con los mocoanos –el angustiado ofrecimiento de ayudar a la reconstrucción de la pequeña ciudad–, por ejemplo, pues sólo unos cuantos no han querido entender que la idea de un acuerdo de paz es poner a más colombianos a trabajar para lo mismo: no sé si estoy exagerando, pero últimamente, quizás por aquello de que el péndulo se ha ido a la derecha, he tenido la sospecha de que ciertas personas preferirían que se les incendiara la casa si el bombero fuera izquierdoso, gay, ateo.
Suele ser lo mejor no alejarse demasiado de los hechos. No hablo sólo de las cifras, que en teoría no mienten, sino de los dramas, de las escenas de los dramas, que en este caso pueden leerse en El Espectador, en El Tiempo, en Semana: la comunicadora Laura graba un último mensaje desde el techo de una casa, “¡por favor, ayúdennos, hay muchos niños, muchos ancianos aquí!”, sin imaginar que se salvará de la muerte porque el alud lo enterrará todo salvo su mano; el médico Julián ve, en el hospital de la avenida San Francisco, al final de un camino de mocoanos cegados y lacerados y mutilados, a una mujer que sigue vomitando lodo; el electricista Albeiro, que vio a su madre dar la vida por sus vecinos, busca devolverle la luz a una ciudad que trata de sobreponerse a la muerte de 313 personas.
Se ha llamado “la tragedia de Mocoa” a lo que sucedió porque la tragedia es el género que cree en la inevitabilidad del destino. Sorrel Aroca, la gobernadora de Putumayo que ha sido señalada como culpable por ciertas mentes despejadas, piensa justamente eso: que buscar responsables es perder el tiempo, que, “a pesar de los planes de contingencia, este fenómeno no habría podido evitarse”, pues “en tres horas llovió lo que debía haber llovido en un mes”, y que este no es el momento de regodearse en los atrasos, sino de “conjurar la crisis humanitaria”. Dice que luego vendrá reconstruir Mocoa como una ciudad del siglo XXI, pero que quizás sea mejor trasladarla para que deje de estar en riesgo. Sugiere asumir que el cambio climático es un hecho aunque el péndulo se haya ido a la derecha.
Se trata de que la catástrofe les pruebe a los políticos sordos que las reglas de la naturaleza han cambiado. Se trata de dejar de pensar que el Apocalipsis siempre ocurre en otro lugar.
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