El periodismo en México nada a contracorriente
Los profesionales en este país no solo esquivan las balas, también tienen que sortear el control que ejercen los poderes fácticos y el amago publicitario del Gobierno
Los periodistas en México no solo esquivan las balas, también tienen que sortear el control que ejercen los poderes fácticos y el amago publicitario del Gobierno sobre los medios donde trabajan. Hay estados del país donde el crimen organizado —en la mayoría de los casos en complicidad con los gobernantes y políticos— tiene un control económico, político y social. La prensa no ha escapado a ese secuestro. Uno de los casos más emblemáticos de intimidación criminal es el diario El Mañana, de Tamaulipas, Estado controlado por Los Zetas y el Cártel del Golfo. En el 2006 un grupo armado ingresó en las instalaciones del periódico y lanzó una granada de fragmentación. En mayo del 2012 el edificio fue atacado a balazos y dos meses después volvieron a lanzarles explosivos. A partir de ese momento, el diario anunció que se abstendría de publicar información sobre las disputas entre grupos del narcotráfico en la localidad. “Se ha llegado a esta lamentable decisión por la falta de condiciones para el libre ejercicio del periodismo”, expusieron en un editorial.
El amago criminal no ha sido muy distinto en otros Estados, pero hay otros embates que pocas veces se exponen públicamente: la censura ocasionada por el control que los políticos ejercen sobre los dueños o directivos de medios a cambio de publicidad o sobornos. El modelo de negocio periodístico mexicano ha estado por décadas anclado en la publicidad oficial, y por esto la prensa se ha convertido en presa fácil de las presiones políticas. Mientras los grupos del crimen organizado acallan las voces con las armas, los políticos y los gobernantes lo hacen con billetes. “No pago para que me peguen”, decía el expresidente José López Portillo.
El control gubernamental sobre los medios no ha sido exclusivo de algún partido político. Un ejemplo son los dos actos de censura que ha sufrido Carmen Aristegui. En el sexenio de Felipe Calderón —del derechista PAN— la periodista cuestionó el presunto alcoholismo del exmandatario y la sacaron algunos días del aire. En la actual gestión de Enrique Peña Nieto —del gubernamental PRI— publicó el reportaje La Casa Blanca que culminó con su salida de la empresa radiofónica para la que trabajaba. Actualmente transmite por internet.
Un problema estructural de México es la impunidad. En este país los asesinatos de periodistas —al igual que los del resto de la población— no se resuelven. El reciente crimen de Miroslava Breach en Chihuahua ha abierto un abanico de posibilidades sobre quién se empeñó en silenciarla. Culpar al crimen organizado en solitario podría ser ingenuo cuando existe una clase política mexicana íntimamente relacionada con el narcotráfico. En sus textos la reportera denunció desde el desplazamiento de decenas de familias por el crimen organizado, hasta los nexos de los políticos abanderados por los grandes partidos —PRI y PAN— con grupos delincuenciales locales.
Las prácticas de corrupción de los dueños de muchos medios y los periodistas entregados al poder han provocado una decepción social y una falta de credibilidad en el periodismo mexicano. Es difícil que la sociedad distinga con claridad entre los periodistas honestos y los corruptos. Este panorama ha ocasionado que no haya un respaldo social suficiente para exigir justicia cuando ocurre alguna agresión. En síntesis: el periodismo en México nada contracorriente.
Este análisis pertenece a la cobertura especial que EL PAÍS está realizando durante este mes con motivo de la conferencia del Día Mudial de la Libertad de Prensa de la UNESCO.
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