El último día del año pasado (Torca, Bogotá)
Solo queda esperar que esta histeria envalentonada sea apenas una época, que esta histeria no sea una forma de ser
Es un ejemplo, que nadie está pidiendo, de la violencia colombiana. Sucedió el Día de los Inocentes –el miércoles 28 de diciembre de 2016– en la Calle 220 con la Carrera 9ª. El policía Carlos Andrés Rubio Domínguez, un auxiliar de 19 años que había venido a Bogotá unos meses antes (“salí de casa buscando un mejor camino”, escribió el pasado 25 de noviembre en su perfil de Facebook) y que defendía una subestación eléctrica entre los postes y los árboles de los humedales de Torca, fue asesinado por un par de sicarios que iban en una de esas motos que han dado una fama escalofriante a las motos en Colombia. Le dispararon en la cara. Lo arrastraron hasta unas canecas. Le pusieron una bomba al cadáver. Y lo estallaron cuando siete compañeros, Velásquez, Patiño, Cruz, Bonet, Mendoza, Dulcey y Roa, corrieron al lugar a salvarlo.
Parece que es otro miserable atentado del oscuro ELN –el Ejército de Liberación Nacional que cumple 52 años de desmanes– mientras comienzan en Quito las conversaciones de paz con el Gobierno. Pero a estas alturas de la Historia de Colombia incluso pronunciarlo resulta insoportable: no solo han pasado muchos años desde que justificar la violencia de cualquier guerrilla alcanzó cierta popularidad –hoy es pura estupidez, pura derrota, pura maldad, pura sangre matar a un muchacho tolimense de 19 años que apenas quería un mejor camino–, sino que aquel 2016 agotador, el año de las malas noticias para quienes suelen dar las noticias, ha acabado con la buena nueva de que no hay víctimas civiles ni militares desde que se puso en marcha el cese bilateral del fuego con las Farc.
El último día del año pasado –el sábado 31 de diciembre de 2016– se despidió al auxiliar Rubio en la catedral de Nuestra Señora del Carmen del Líbano, Tolima: “con la ayuda de Dios lo lograremos”, prometió el abuelo del difunto. Y desde aquella tierra, que dio tantos desplazados, pero se libró de las guerrillas, volvió a verse a Bogotá como un lugar que aunque su gente lo olvide también ha vivido la guerra, también ha visto el horror que se ha estado obrando porque sí, porque se trata de darle la razón a la paranoia, de resignarse a la barbarie, de arruinarlo todo para descubrir que había algo. Si no fue el ELN el que asesinó a ese nieto que murió sin imaginar semejante sordidez, que vivió para perder la vida así, sin duda fue el fundamentalismo hecho en Colombia.
El extremismo –o sea: la violencia defendida, disculpada– que no solo es la venganza de la pobreza, la ignorancia de lo humano y el delirante exorcismo de una sociedad antes de que acabe de ser poseída por los demonios de turno, sino, sobre todo, es la costumbre de cumplir unas leyes por fuera de las leyes.
El lector desconocido que me grita que es seguro que no voy a escribir esta columna, porque soy, según dice, uno más de esos pacifistas que se hacen los pendejos con la violencia de los guerrilleros, no quiere oír una sola palabra que no sea suya. El analista de la derecha, que vocifera que este asqueroso acto de guerra es la prueba reina de que las conversaciones de paz no son el camino, no quiere ver una sola cifra. Los opositores de los días de la posverdad, que denuncian ante sus barras bravas una conspiración del Gobierno para entregarles el país a sus subversivos, pero que jamás responden por qué querría un Gobierno que no ha sido hipnotizado consumar semejante aberración, no quieren saber lo que está pasando. Y solo queda esperar que esta histeria envalentonada sea apenas una época, que esta histeria no sea una forma de ser.
Porque esa ceguera a propósito es la misma que –para que nadie vea y para probar su punto– ha estado matando hasta el 31 de diciembre a todo hijo que pase por ahí.
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