El otoño del doble descontento en Estados Unidos
El hartazgo con la clase política ha llevado a Trump a la Casa Blanca, pero tras su victoria se consolidan las protestas por el temor a un retroceso de derechos sociales
Son una treintena de personas. La mayoría, mujeres blancas. Resisten al frío, el domingo por la noche, frente al nuevo hotel de Donald Trump en Washington. “No es mi presidente” y “el amor vence al odio”, corean. Es el quinto día consecutivo de protestas en decenas de ciudades de Estados Unidos contra la victoria electoral del candidato republicano. Desde el hotel, los manifestantes marchan hacia la Casa Blanca, ubicada a tres manzanas. La víspera, centenares de personas se habían concentrado frente a la residencia presidencial en la que vivirá Trump a partir del 20 de enero.
El hartazgo con la clase política impulsó la victoria del magnate inmobiliario ante la demócrata Hillary Clinton. Pero su victoria —por votos electorales, no en el cómputo total de votos emitidos— ha alimentado el descontento de sus detractores. La división entre unos y otros es palpable.
En un país en el que las protestas son infrecuentes, los manifestantes, la mayoría jóvenes blancos, temen que una presidencia de Trump propicie un retroceso de derechos sociales por su retórica xenófoba y misógina en campaña. Como candidato, prometió deportar a inmigrantes indocumentados y prohibir la entrada a Estados Unidos de extranjeros musulmanes. También adujo que las acusaciones de abusos sexuales en su contra eran falsas porque las mujeres que lo acusaban no eran suficientemente atractivas.
Emily, de 28 años y votante de Clinton, lleva una pancarta que reza: “Islam no es terrorismo”. “Quería estar aquí para decirles a los musulmanes que en América hay un ambiente inclusivo que fomenta la libertad religiosa. Aunque Trump sea nuestro presidente, no todos los americanos piensan así”, dice frente al hotel del republicano. La chica, que no es musulmana, subraya que es importante mandar un mensaje de rechazo a Trump antes de su investidura en enero.
A su lado, Tim, de 28 años, sostiene un cartel que proclama: “No al odio. No al miedo. Los inmigrantes son bienvenidos”. “Quiero que sepan que la mayoría de la gente les apoya”, explica.
Ambos aseguran que nunca se habían manifestado, pero que tras las elecciones del martes pasado sintieron la necesidad de alzar la voz. Dicen que tienen buenos trabajos y que no son “manifestantes profesionales” incitados por los medios de comunicación, como alegan Trump y una señora mayor que se acerca a increparlos.
El futuro mandatario considera injustas las protestas, pero tiende la mano a los manifestantes. “No tengáis miedo. Vamos a recuperar nuestro país”, les dice. También censura los ataques discriminatorios asociados con su nombre que ha habido. El lenguaje agresivo atizado por Trump se le vuelve ahora en contra. En las manifestaciones, hay carteles de “Trump a la cárcel”. En sus mítines se pedía encarcelar a Clinton.
“Pese a que no tengo claro qué efecto tendrá protestar tan pronto tras la elección, creo que es importante dejar claro a nuestros líderes políticos que les estamos mirando para que den ejemplos positivos para nuestro país”, dice una veinteañera que se manifiesta y declina dar su nombre. “El éxito de una sociedad debería medirse en cómo se trata a la gente más vulnerable. No estaré satisfecha con líderes que promueven miedo, intolerancia y odio”.
Ese mensaje no resuena en el interior del hotel de lujo de Trump. Sus puertas están protegidas por vallas y fuera hay manifestantes que gritan, pero dentro la vida sigue sin sobresaltos. El bar del vestíbulo está bastante lleno. Con música chill out de fondo, hay gente blanca de mediana edad tomando copas y pasándolo bien. Esa burbuja parece ser otro mundo, otro país.
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