Obama tiene 72 días para apuntalar su herencia
El presidente confía en ratificar en el Senado el tratado de libre comercio, lograr su aprobación de Merrick Garland como nuevo juez y cerrar la prisión de Guantánamo

El presidente Barack Obama quiere aprovechar hasta el último segundo de la presidencia para consolidar su herencia. Aunque los estadounidenses hayan elegido a la persona que le sucederá, no quiere relajarse. El demócrata Obama, que en la última semana intensificó su campaña por Hillary Clinton ante el republicano Donald Trump, no ha perdido la esperanza de ratificar en el Senado el tratado de libre comercio con los países del Pacífico, lograr su aprobación de Merrick Garland como nuevo juez del Tribunal Supremo, y cerrar la prisión de Guantánamo, una de sus deudas más dolorosas.

Una de las tareas de Obama consistirá en ayudar al equipo del sucesor o sucesora en el periodo de transición, uno de los más delicados en la democracia de Estados Unidos, puesto que la interinidad en la Casa Blanca puede crear la impresión de un semivacío de poder. Al contrario que otros países, la entrega del bastón de mando en EE UU no es inmediata después de las elecciones. Hay un periodo extenso en el que el viejo presidente todavía no se ha marchado y el nuevo está por llegar. Entre este martes y el 20 de enero, día de la inauguración del próximo presidente, EE UU se instalará en la provisionalidad.
A la provisionalidad presidencial se añade la del Congreso. El martes se renovaron los 435 escaños de la Cámara de Representantes y 34 en el Senado, de un total de cien. Muchos legisladores, como el presidente, están de retirada. La nueva legislatura no arranca hasta enero. Las sesiones que se celebran en este periodo reciben el nombre de sesiones del pato cojo, en el sentido de que se trata de un Congreso debilitado y sin futuro. También se llama pato cojo al presidente saliente. Es decir, en las próximas semanas coincidirán en Washington dos patos cojos: Obama y, colectivamente, el Congreso.
Obama ha tenido dos mandatos de cuatro años para perfilar la herencia que dejará. Lo que ocurra hasta enero no debería modificarlo sustancialmente, pero él quiere intentarlo. La espina que Obama lleva clavada desde que llegó al poder en enero de 2009 es Guantánamo, la prisión en la base naval del mismo nombre en territorio cubano. Después de los atentados de 2001, EE UU encerró allí a sospechosos de combatir con Al Qaeda y los talibanes. En Guantánamo, símbolo de los excesos de la administración Bush en la llamada guerra contra el terrorismo, llegó a haber 780 presos. Ahora hay unos sesenta. En su primer día de trabajo como presidente, Obama firmó un decreto que establecía el cierre de Guantánamo en el plazo de un año. La promesa se frustró. Primero, por el obstruccionismo del Congreso, reacio al traslado a territorio estadounidense a presos potencialmente peligroso. Y segundo, por la distracción del presidente con otras prioridades como la recesión económica o la reforma sanitaria. La cuestión, en las semanas del pato cojo, es encontrar complicidades en el Congreso, que en estos ocho años no se han materializado, o si buscará una vía para cerrar Guantánamo por decreto y enviar a los presos restantes a otros Estados o a EE UU.
No es la única tarea que se ha impuesto. También intentará aprobar en el Senado el TPP, el tratado de libre comercio con 11 países de la cuenca del Pacífico. En la campaña, Clinton se declaró escéptica ante el tratado. Trump lo rechazó frontalmente. La otra prioridad es la votación de Garland, el nuevo juez del Supremo. La mayoría republicana en el Senado se ha negado en los últimos meses ni siquiera a considerar el nombramiento, con el argumento de que debía ser el próximo presidente quien nominase al sustituto del fallecido juez Antonin Scalia. En EE UU, el Supremo ha modelado la sociedad estadounidense tanto o más que los presidentes. Por su impacto político, la batalla por el puesto vacante —y los otros que pueden quedarlo en los próximos años— ha sido uno de los argumentos de la campaña.
Obama no da su presidencia por agotada. La próxima semana emprenderá un viaje que le llevará a Grecia, Alemania y Perú, su despedida de un mundo que, con excepciones, vio su victoria hace ocho años como una señal de esperanza. Después deberá prepararlo todo para el traspaso de poder y el discurso de despedida, su última ocasión para dirigirse a una nación en la que su tasa de popularidad es alta, de un 56%, y que empieza a echarlo de menos.
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