Que se vayan todos
El peligroso hastío con la política en sociedades democráticas
En una descarnada columna publicada el 24 de septiembre en Caracas Chronicles, Emiliana Duarte sincera lo que todos sabían desde hace tiempo y nadie decía. Aquello que el Consejo Nacional Electoral de Venezuela acaba de hacer oficial: no habrá referendo revocatorio antes del 10 de enero, fecha límite para que hubiera una inmediata elección presidencial.
Ahora solo resta averiguar quien será el vicepresidente cuando el revocatorio se lleve a cabo en 2017 y Maduro igualmente deba dar un paso al costado. Habría que avisarle a la MUD que quien gana en todo esto es Cabello. Deshaciéndose de Maduro, y con control del CNE y del Tribunal Superior de Justicia, el teniente-diputado retiene poder de veto en sus manos. La “sombra del futuro” acaba de iluminarse para él.
La nota en cuestión es un grito de angustia por la que la autora responsabiliza a gobierno y oposición por igual. Refleja el hartazgo con el egoísmo, el de las agendas personales por sobre las colectivas. De ahí que una foto muy conocida acompañe la columna. En ella se ve una manifestación callejera encabezada por una gran pancarta en donde se lee “que se vayan todos”.
El texto no es liviano pero el mensaje más duro lo proporciona la imagen. Es grave cuando la sociedad comienza a sentir desconfianza con quien gobierna y con quien debe ser oposición. Ello deteriora la credibilidad de las instituciones, por supuesto, pero en el largo plazo también hace improbable la misma existencia de la política. Es una enfermedad con alto riesgo de contagio.
Como en Brasil. Las recientes elecciones municipales reflejaron la caída del PT y la fragmentación de los otros partidos grandes, el PSDB y el PMDB, al igual que el surgimiento de figuras externas a la política como el alcalde electo de São Paulo, por primera vez en primera vuelta. El riesgo de “que se vayan todos” se torna real si se agrega el reciente arresto de Eduardo Cunha, nada menos que el arquitecto del impeachment y destitución de Rousseff.
Trump, a su vez, representa un “que se vayan todos” estadounidense. Es esa idea que la política es corrupta—que a menudo lo es—y los políticos, parásitos de la sociedad—que pueden serlo. Así se refuerza la idea de un sistema quebrado al que solo alguien de afuera puede reparar. Que es como decir que la mala praxis médica también podría evitarse entregándole el quirófano a un agente de bienes raíces; lo cual, en el tiempo, eliminaría la medicina por completo.
Cuando la sociedad comienza a sentir desconfianza con quien gobierna y con quien debe ser oposición, ello hace improbable la misma existencia de la política. Es una enfermedad con alto riesgo de contagio
El surgimiento de Trump, no obstante, es una potente señal de hastío. El de la prolongada crisis del sistema de representación tal como la expresan partidos políticos disfuncionales y una institucionalidad arcaica, la de la baja participación electoral, el gerrymandering, la perpetuación en los curules y el colegio electoral, entre otros síntomas.
Al no formar gobierno, al otro lado del Atlántico España coquetea peligrosamente con un “que se vayan todos”, sin que la dirigencia de los partidos parezca estar demasiado consciente de ello. Así lo sugiere un texto de mayo pasado de Josep Colomer en este mismo periódico. Lo hace desde el mismísimo titulo: “Adiós, Madrid”, una despedida atribuida a la creciente incapacidad de los políticos de hacer su trabajo: negociar, construir coaliciones legislativas y gobernar.
Desde mayo hasta hoy, sin embargo, se han intensificado la arrogancia y el sectarismo que Colomer señalaba, en un análisis con no poca nostalgia por la ejemplaridad de la transición de los setenta. Sirven para ilustrar el punto las prácticas fascistas de Podemos esta misma semana, determinado a silenciar la libertad de expresión—¡y de prensa!—por medio de la intimidación. Ello ocurrió en la Universidad Autónoma de Madrid, nada menos.
Curiosamente, la foto en cuestión y la frase “que se vayan todos” son de Argentina durante la crisis de fines de 2001 y 2002. Frase y foto que hicieron historia; por aquella recesión prolongada, el sobreendeudamiento y los cinco presidentes en una semana que precipitaron el hartazgo de la sociedad. La política argentina anduvo a los tumbos desde entonces, siendo el kirchnerismo y su intento de perpetuación en el poder la patología más aguda.
Hoy, sin embargo, 15 años más tarde, la política argentina hace lo que se debe. Es decir, los políticos de hoy dialogan, negocian, llegan a acuerdos legislativos, forman coaliciones y construyen consensos parlamentarios. Con un Congreso plural y un Ejecutivo sin mayoría, la política ha encontrado en el diálogo y el consenso un efectivo fármaco contra la polarización. Por sobre todo, parece haber desarrollado un antídoto contra el “que se vayan todos”.
No se suponía que Argentina—con su turbulenta historia—impartiera lecciones de estabilidad democrática. Pero esa es la belleza de la política, siempre indeterminada, inesperada, accidental. Siempre que haya políticos, esto es. Es que si se van todos se acaba la propia política.
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