Clinton y Trump apuestan por una economía más proteccionista
Los perjuicios de los grandes tratados comerciales para los trabajadores aparecen en campaña
“Tenemos que hacer más por los trabajadores que he conocido en Galesburg (Illinois), que están perdiendo sus empleos en la fábrica de Maytag que se traslada a México y ahora tienen que competir con sus hijos por trabajos que se pagan a siete dólares la hora”. La cita no pertenece al republicano Donald Trump, que ha azuzado el problema de la desindustrialización en la campaña electoral estadounidense, ni al izquierdista Bernie Sanders, que pugnó por la candidatura demócrata y también ha clamado por los perdedores de la globalización.
La frase la pronunció un joven prometedor llamado Barack Obama en la convención demócrata del año 2004, cuando se presentaba a senador por dicho Estado y pedía atención sobre las víctimas de la globalización. Hoy, después de ocho años como presidente de Estados Unidos, Obama se encuentra en un lugar distinto –y algo solitario en el espectro político-, defendiendo las bondades de los tratados de libre comercio: el ya existente con Canadá y México (Nafta, en sus siglas en inglés), el que firmó con las economías del Pacífico (TPP) y el que a duras penas se negocia con Europa (TTIP).
No corren buenos tiempos para hacer bandera de estos acuerdos, menos, en plenas elecciones presidenciales. El cierre de factorías ha sido un goteo constante en Estados Unidos, solo en los últimos 15 años se han perdido hasta cinco millones de trabajos industriales por el auge tecnológico y por la competencia de países con mano de obra más barata. El estadounidense de clase media mira la precarización de su sueldo y maldice los acuerdos que favorecieron la fuga de actividad fabril. Así que no solo Trump o Sanders han reclamado una nueva política comercial que proteja a los trabajadores, sino que incluso Hillary Clinton, otrora gran defensora de estos pactos, se ha mostrado crítica: ha cuestionado los beneficios de Nafta (impulsado en 1993 por la presidencia de su marido, Bill Clinton) y también del actual redactado del TPP.
“Si creéis que debemos decir no a acuerdos comerciales injustos (…), que debemos plantarnos ante China, que deberíamos apoyar a nuestros trabajadores del sector del acero, de la automoción y nuestras fábricas locales (…), uníos a nosotros”, llegó a decir este verano, en la convención demócrata de Filadelfia. Trump, por su parte, ha roto los principios republicanos entusiastas del libre comercio para asegurar que, para empezar, romperá con el Nafta.
Sanders perdió las primarias contra Clinton y puede que Trump no gane las presidenciales de noviembre –los sondeos actuales le dan como perdedor-, pero el sentimiento al que ambos han apuntado es real y está aquí para quedarse. A principios de este año, la empresa fabricante de aire acondicionado Carrier anunció a principios de este año que cerraría su planta de Indianápolis y trasladaría su producción a México para ahorrar costes laborales. Trump suele hablar de ello en sus mítines.
Hay muchos cálculos sobre los efectos adversos de la globalización. Uno del Economic Policy Institute dice que el Nafta se ha llevado por delante casi 700.000 empleados estadounidenses. Pero también hay quienes argumentan que, aunque esos acuerdos aceleren el proceso, muchos de esos empleos se hubiesen ido igualmente a China. O que los acuerdos también han ayudado a crear muchos empleos gracias a la apertura a otros mercados que han compensado los perdidos. En Estados Unidos los beneficios de la globalización han quedado sobre todo en unas manos, y los perjuicios, en otras distintas. Economistas como el Nobel Joseph Stitglitz critican que se hable del enfado de estos últimos como un sentimiento anticomercio, en proteccionista, en sentido peyorativo. “No es proteccionismo. Nos hemos dado cuenta de que el sistema no cumple como se había prometido. Dijeron que la liberalización del mercado financiero aceleraría el crecimiento y lo que hizo es dar más dinero al 1% de arriba”, dice.
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