Así recuerda Obama su viaje como mochilero a España
El hoy presidente de EEUU rememora en dos páginas de sus memorias su breve paso
En sus memorias, Los sueños de mi padre: una historia de raza y herencia, el hoy presidente de Estados Unidos, Barack Obama, rememora en dos páginas su primer viaje a España como mochilero a finales de los ochenta. Es la visita a la que se ha referido este domingo en su comparecencia durante su primera visita oficial. "La primera vez que vine a España fue con mochila, no en el Air Force One", ha declarado en el Palacio Real ante Felipe VI.
Así es como lo describió aquella breve estancia en sus memorias:
"Apagué la luz y cerré los ojos, dejando que mi mente saltara a un africano que había conocido mientras viajaba por España, [él era] otro hombre que huía. Estaba esperando un bus nocturno en una taberna de carretera a medio camino entre Madrid y Barcelona. Había unos cuantos ancianos sentados en mesas que bebían vino en pequeños vasos ahumados. Había una mesa de billar a un lado y por algún motivo junté las bolas y empecé a jugar, recordando las noches en los bares de Hotel street, con sus prostitutas y chulos y donde Gramps era el único hombre blanco en el antro.
Estaba terminando la partida, y un hombre con un jersey fino apareció de repente y me preguntó si me podía invitar a un café. No hablaba inglés y su español no era mucho mejor que el mío, pero tenía una gran sonrisa y la urgencia de alguien que necesita compañía. De pie, me contó que era de Senegal y estaba cruzando España en busca de trabajo estacional. Me enseñó una foto arrugada de una joven de mejillas redondas y suaves que guardaba en su monedero. Su mujer, me contó; la había tenido que dejar atrás. Se reunirían de nuevo en cuanto él pudiera ahorrar dinero suficiente. Escribiría y se la haría traer.
Acabamos viajando juntos a Barcelona, ninguno de los dos habló mucho, él se volvía de vez en cuando hacia mí para intentar traducirme las bromas de un programa español de televisión que echaba un televisor que colgaba sobre el asiento del conductor. Poco antes del amanecer, nos bajamos enfrente de una vieja estación de autobuses, y mi amigo me señaló una palmera bajita y gruesa que crecía a lo largo del camino. De su mochila sacó un cepillo de dientes, un peine y una botella de agua que me ofreció ceremonioso. Y juntos nos lavamos bajo la niebla de la mañana, antes de izar nuestras mochilas sobre nuestros hombros y emprender el camino hacia la ciudad.
¿Cómo se llamaba? Ya no lo recuerdo; solo era otro hombre hambriento lejos de su hogar, uno entre tantos hijos de las viejas colonias –Argelia, Indias Occidentales, Paquistán- que ahora rompían las barricadas de sus viejos dueños y montaban sus propia andrajosa y desordenada invasión. Y sin embargo, mientras andábamos hacia Las Ramblas, sentía como si lo conociera más que a cualquier hombre. Que, a pesar de venir de extremos opuestos del planeta, estábamos de alguna manera haciendo el mismo viaje. Cuando finalmente nos separamos, me quedé un buen rato en la calle mirando su delgada y patizamba figura desaparecer en la distancia, parte de mí deseando poder acompañarlo en su viaje hacia caminos abiertos y mañanas melancólicas; otra parte dándose cuenta de que ese deseo era un romance, una idea, tan parcial como mi imagen de El Viejo [en referencia a su padre] o mi imagen de África. Hasta que me di cuenta de que este hombre de Senegal me había invitado a un café y me había ofrecido agua, y aquello era real, y a lo mejor eso era todo a lo que cualquiera de nosotros tendría el derecho a esperar: la suerte del encuentro, una historia compartida, un simple acto de bondad…".
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