La Europa plebiscitaria
La historia de la UE muestra una desafortunada panoplia de consultas populares con resultados imprevistos e incontrolables
Los resultados del referéndum británico han dejado una resaca en la que parece que algunos han descubierto que la alabada “democracia directa” quizás no sea tan buena idea después de todo. Desde luego, la UE muestra un extenso catálogo de casos de uso desafortunado: hace poco, los holandeses rechazaron en referéndum un acuerdo de asociación con Ucrania cuyo contenido probablemente desconocían; los húngaros serán llamados el dos de octubre a votar para aceptar o rechazar (esta última será probablemente la recomendación de su propio Gobierno) de la cuota que les corresponde en el reparto solidario de los inmigrantes; y no hace mucho el Ejecutivo griego convocó (y ganó) un referéndum para rechazar los términos de un rescate que después terminó aceptando.
Los referendos, como los sistemas electorales o cualquier otra institución, no son buenos o malos en sí mismos, sino que dependen del uso que se haga de ellos y, sobre todo, de cómo encajen con otras instituciones. Una de las cuestiones que determinan su uso es quién los convoca y por qué. En relación a la UE, una parte significativa de los plebiscitos han sido convocadas por cuestiones que tienen que ver con divisiones internas en el partido de gobierno. Esto ha ocurrido con el referéndum sobre el Brexit, como también con el convocado (y no celebrado) por Tony Blair en 2005 en torno a la Constitución europea o el planteado por Harold Wilson en 1975: en los dos últimos, las divisiones internas del partido laborista llevaron la pertenencia a la UE a las urnas para evitar enfrentar la ruptura interna (que finalmente se produjo).
Los presidentes franceses ilustran otra tradición: utilizarlo cómo medio para reforzar su popularidad, al mismo tiempo que se ahonda en las divisiones de los oponentes políticos. Lo hizo Pompidou en 1972 (sometiendo a referéndum la adhesión del Reino Unido a la UE), Mitterrand en 1992 (sobre el Tratado de Maastricht) y Chirac en 2005 (sobre la Constitución). Los referendos en Grecia en 2015 y en el programado en Hungría este año también entran en esta categoría cesarista o plebiscitaria. Ninguno de ellos eran legalmente obligatorios (aunque hay varios casos en los que sí lo han sido, cómo los celebrados en Irlanda en 2001 y 2008).
Cuando el resultado no está inmerso en las reglas de un Estado, se abre una etapa de incertidumbre
Naturalmente, los líderes políticos deciden esas convocatorias con ciertas expectativas de resultados favorables en mente. Pero los referendos pueden tener consecuencias imprevistas, que sus convocantes no buscaban, ni habían calculado. Esto es así porque aun aceptando que la pregunta sea clara, los votantes pueden responder a otra diferente (por ejemplo, ¿está usted de acuerdo con el Gobierno actual?). Y la respuesta depende de muchos factores incontrolables, desde la familiaridad con las consultas directas, hasta las posiciones de los partidos políticos, cuyas indicaciones sobre la opción a votar influyen, y mucho, en la decisión de los votantes.
Los efectos de los referendos no se explican sólo por su uso o abuso: su relación con otras instituciones es determinante. En concreto, cómo se relacionan los resultados de un referéndum con las instituciones de la democracia representativa. En esta, Parlamento y Gobierno son quienes cuentan con los medios para ejecutar una decisión. En este contexto, cuando el referéndum no está inmerso en otras reglas que hacen su ejecución automática, los resultados pueden abrir una etapa de incertidumbre. De nuevo, la historia de la UE proporciona varios ejemplos de esto y de cómo los líderes trataron de darle sentido a la situación posreferéndum: después de la consulta danesa sobre Maastricht, los dirigentes buscaron una interpretación que permitiese acomodar a Dinamarca, como hicieron también después de los referendos irlandeses sobre los tratados de Niza y Lisboa.
El post Brexit se encuentra en esta situación: enfrentados a un resultado imprevisto y de enorme complejidad y coste en su ejecución, los actores políticos (y académicos) se han lanzado a intentar hacer prevalecer una determinada interpretación de la situación. Por una parte, los líderes pro Brexit (y los de otros estados europeos) argumentan con vehemencia que la decisión es final y no hay forma de revertirla. Por otra parte, actores políticos contrarios a la salida niegan que lo sea. Para ello, apelan a la soberanía del Parlamento y la necesidad de un voto de ratificación (con una mayoría de parlamentarios contrarios a la salida de la UE) o al compromiso de los líderes pro Brexit de convocar una segunda votación si la opción de permanecer hubiese ganado por un estrecho margen (como ha sido el caso de la opción salir). También aluden a la necesidad de celebrar unas nuevas elecciones para generar un Gobierno con la salida de la UE en el horizonte o, finalmente, a la posible capacidad de Escocia de vetar constitucionalmente el proceso. Un tercer grupo es partidario de posponer la decisión a un momento más favorable.
El objeto y las implicaciones de una consulta deben de estar meridianamente claras antes de la convocatoria
En cualquier caso, esos intentos de interpretar la situación revelan una de las paradojas de los referendos convocados para evitar fricciones dentro de los partidos o ganar ventaja electoral: el resultado de una consulta (en la que no se han fijado los procedimientos a seguir y se ha estipulado una mayoría superior al 50% + 1 de los votos) remite a la casilla de salida. Los partidos tienen que lidiar finalmente con la ejecución del resultado y eso puede tener consecuencias…. precisamente, las que se intentaban evitar en un primer momento. No hay más que observar las pugnas internas en los partidos británicos para comprobarlo.
Las enseñanzas sobre la práctica del referéndum en la UE son relevantes también para la política española, concretamente en relación a las expectativas puestas en una hipotética consulta en Cataluña. La experiencia del Brexit muestra que el objeto del referéndum y sus implicaciones deben estar meridianamente claras para que la decisión esté alineada con las razones de la convocatoria. Aún así, como ha ocurrido en Reino Unido, los votantes pueden ser manipulados con informaciones inexactas o erróneas sobre los efectos de la decisión a tomar, o pueden expresar con su voto una reacción a una cuestión diferente de la planteada.
Como muestra el Brexit, el resultado de un referéndum de independencia no proporciona en ningún caso soluciones automáticas a las situaciones que se plantean después del mismo: de la misma manera que el estatus del Reino Unido dependerá de la negociación con los otros 27 Estados miembros, en el caso de un referéndum de separación de un territorio de un Estado miembro, el estatus futuro de aquel cómo miembro no será automático. Más bien, esto tendrá que negociarse a posteriori y dependerá de las posiciones de los restantes miembros.
En conclusión, un diseño cuidadoso de los referendos, antes de que tengan que ser aplicados a un caso concreto, los puede convertir en valiosos instrumentos que contribuyen a la mejora de la democracia representativa. Por el contrario, su utilización improvisada para resolver problemas específicos puede crear situaciones totalmente imprevistas e indeseables y transformarlos en bombas de relojería de consecuencias imprevistas.
Carlos Closa es profesor del Instituto de Políticas y Bienes Públicos (IPP) del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) y editor de Troubled membeship: secession and withdrawal in the EU (Cambridge University Press).
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