¡Quítenlo!, ¡quítenlo! (Valledupar, Cesar)
Los diálogos en este país habituado a la guerra tienden a abrir las heridas
Por qué solo el 14 % de los encuestados aprueba el gobierno del presidente de la República de Colombia que va a firmar el fin del conflicto con la guerrilla de las FARC. Por qué en el último año Santos, “el presidente de la paz”, ha sido abucheado en la tarima de la llamada “Carrera de los héroes”, en el auditorio de la Universidad Nacional, en las pantallas enormes del Festival Vallenato de Valledupar: porque los diálogos, que en este país habituado a la guerra tienden a abrir las heridas, a revivir el miedo a perderlo todo y a despertar a los ejércitos dormidos, suelen tragarse viva la popularidad de cualquier político; porque la solución ha sido hacer un gobierno de anuncios; porque se ha insistido en reducir el Estado a repartidor de negocios, y porque es increíble que un gobierno empeñado en la paz desprecie tantas cosas más.
Cómo puede ser que la misma presidencia que ha osado reconocer a las víctimas del conflicto haya permitido que se explote de semejante modo el medio ambiente, y haya titubeado a la hora de reclamar, miles de muertos después, la legalización de la droga: ¿se puede ser liberal pero conservador pero inmoral?
Sí, el 14 % del país, un poco más resignado que paciente, le celebra al presidente su vocación clara a acabar una de las guerras de la guerra, le aplaude la falta de carisma porque lo contrario es un riesgo en un país desmoralizado, le reconoce su respaldo a la búsqueda de la igualdad en esta tierra derechizada –el apoyo al aborto, al matrimonio homosexual, a la eutanasia–, y le reconoce su silencio respetuoso, que en Colombia no deja de ser un alivio, cuando se le critica su incoherencia indefendible sin eufemismos, sin ambages. Y sí, el 20 %, ocupado en su vida, no sabe qué pensar: ¿será tan estadista como suena?, ¿será más bien otro farsante? Pero el 66 %, azuzado por la peor oposición en la historia de las oposiciones, no le cree ni la paz: “¡quítenlo!, ¡quítenlo!”, le gritaron los espectadores del Festival Vallenato, hace ocho días, al vídeo de saludo que envió.
Póngase en el lugar de ellos. Póngase en los zapatos de los vallenatos. Ese mismo día el presidente Santos –que no puede ni quiere ser como su antecesor: el temido e idolatrado expresidente Uribe– ha celebrado en la radio que la reina Isabel lo haya invitado al palacio de Buckingham. Pero los vallenatos, que no se acostumbran a que el mandatario se porte como otro político bogotano que solo ve de cerca, y están felices en el imponente Parque de la Leyenda Vallenata porque está por empezar su querido festival, se ven forzados a ver antes de todo el encorbatado vídeo de saludo de Santos. Y entonces gritan “¡quítenlo!, ¡quítenlo!” porque fue suficiente desplante que no fuera allá a saludarlos como hacen los presidentes. Y claro: lo quitan pronto, y nadie dice más “pero qué le pasa a este…”, y nadie grita más “¡que viva Uribe!”.
Pónganse, sin embargo, en el lugar del presidente: hace parte de una generación de políticos bienintencionados, pero desvergonzados y perdidos en su versión de los hechos, que no entienden por qué la gente no ve que las cifras del país sí han mejorado. Está convencido, allá en sus zapatos, de que solo el 14 % lo defiende porque ni su tono alejado del caudillismo, ni sus estrategias de comunicación, ni la gritería de su antecesor dejan escuchar sus logros, pero lo cierto es –dice el escritor Antonio Caballero– que un país que ha sido negado tantas veces merece cambiarle la cara al presidente cada cuatro años, y este lleva seis. Así era, cada cuatro, hasta que el ovacionado Uribe cambió la Constitución para hacerse reelegir. El 14 %, el 20 %, el 66 % tendrían que agradecerle al abucheado Santos haberla cambiado de vuelta para echar atrás la reelección.
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