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Tribuna
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Todo lo que hay (La Macarena, Meta)

Colombia está siendo saqueada por esta minería ilegal que se ha vuelto más rentable que la coca

Ricardo Silva Romero

Todo es discutible menos la naturaleza. En el principio no había pintores ni explotadores, sino apenas el paisaje de la vida, y la verdad es que el mundo ha seguido siendo el tal “medio ambiente” así esté ocupado por bárbaros, pero titulares bíblicos como “el calentamiento global está inclinando el eje de rotación de la Tierra” o “la minería ilegal está acabando con los últimos ríos” aún suenan acá en las ciudades a fin del mundo “que ya no va a tocarme”, a Apocalipsis “pero no mientras yo viva”. Sorprende por ello, porque lo obvio –es decir: la vida– suele dejarse para mañana, la convicción con la que tantos colombianos se enfrentaron el viernes a la explotación petrolera de la serranía de La Macarena: “en Colombia tenemos que defender al medio ambiente de las agresiones del Ministerio del Ambiente”, escribió el ecologista Manuel Rodríguez.

Y era apenas una voz en un enorme coro de ambientalistas, de periodistas, de líderes, de indignados y de campesinos defendiendo La Macarena.

Y, ya que la idea de los poderosos parece ser destruir este planeta en busca del dinero que será necesario cuando el planeta esté destruido, asombra también que el gobierno –en un arrebato de sentido común impropio de los gobiernos o en un golpe de imagen propio de los políticos: vaya a usted a saber– haya suspendido la licencia para la “exploración de hidrocarburos” en aquella tierra que parece el cielo. Sin duda ha sido por la presión de una ciudadanía unida, al fin, por la razón correcta: se publicaron, como despidiéndose de sus aguas de colores, las fotos del “río más bonito del mundo”; se dijo “y esto es sólo la punta del iceberg”; se recordó, cuando empezaban a buscarse los chivos expiatorios del caso, que la medida había sido “defendida con furor por el Ministro del Ambiente”, hasta que el Presidente de la República suspendió la licencia.

Preguntarse qué habría pasado si no se denuncia la explotación de La Macarena es preguntarse qué estará pasando ahora mismo sin que nos enteremos. Y –ya que no hay nada tan estúpido como desearle el mal a un gobierno– también es cruzar los dedos para que esta presidencia entienda a tiempo que el Ministro del Ambiente tiene que ser un ambientalista; que esto de explotar La Macarena no es sólo una debacle ecológica, sino una nueva condena para los campesinos estigmatizados (“¡guerrilleros!”) que por siglos han reclamado en vano la propiedad de su tierra; que, si la idea sigue siendo que haya algún futuro, si la idea sigue siendo conducir a Colombia como si en unos años fuera a haber Colombia, proteger la naturaleza como al prójimo es mucho más rentable que sacar el rebajado petróleo del infierno colombiano.

Colombia está siendo saqueada por esta minería ilegal que se ha vuelto más rentable que la coca –más de trescientos municipios son explotados a esta hora– como cumpliendo una tradición que empezó en el siglo XVI. Colombia no ha dejado de ser el botín de unos pocos, el patio trasero de sus ricos y sus socios, que vienen, comen y se van. Y ni los millonarios que se llevan su dinero a Panamá para que el país que se los dio no se los quite, ni los asalariados con la corbata al cuello que de tanto pagar impuestos invisibles cada día ganan menos, consiguen superar el “sálvese quien pueda” de las guerras. Pero esta presión puede significar que la ciudadanía aún no se resigna a que el Estado colombiano sea un simple repartidor de negocios, a que este mapa encorvado sea invadido por los puntos rojos de la explotación que deja nada.

Y a que los gobiernos, cortoplacistas e inerciales, sólo reculen en su vocación a vender por partes el país –el paisaje, mejor, que es todo lo que hay– cuando son descubiertos con las manos en la masa.

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