Una profecía de Le Pen
La líder del Frente Nacional, reciente triunfadora en las elecciones regionales, sueña con convertirse en la primera Presidenta de Francia
No han transcurrido tantos años, apenas tres, desde que Marine Le Pen (Neully-sur-Seine, 1968) se avino a danzar con la extrema derecha europea en Viena al compás del negacionismo. Y no es cuestión de metáforas ni de alegorías, sino del concurso de la líder francesa en el baile que reunía las étoiles del pangermanismo, el antisemitismo y la xenofobia, hasta el extremo de que la fiesta en cuestión, organizada por el ultra FPO austriaco, se hizo coincidir con el día de la memoria del Holocausto.
Podría haber sido el final de Le Pen. Y fue el principio. No porque decidiera entonces asumir las barbaridades de su padre —”el genocidio fue una anécdota de la historia” — sino porque comprendió que la cofradía de los arios representaba un límite electoral. Y fomentaba su reputación de epígono fascista, relegando el Frente Nacional a un partido moribundo.
Sobrevino entonces el proceso de normalización. Empezando por el sacrificio de papá. Marine Le Pen tenía que desentenderse de su padre. Sobrepasar la mitología y la anomalía de aquella proeza que supuso disputarle a Jacques Chirac las presidenciales de 2002.
Conviene recordar el trauma porque alertaba a la vez de la indignación social y de la negligencia socialista (Lionel Jospin), pero el mérito principal de Marine Le Pen ha consistido en haber guiado al Frente Nacional del antisistema al sistema, y en haber convertido su partido en la primera opción de los jóvenes, los obreros, los jubilados y los católicos.
Es cuanto se desprende de la primera ronda de las elecciones regionales. La segunda se celebra hoy con bastantes posibilidades de neutralizar la victoria obtenida en seis de las trece grandes circunscripciones, pero el botín del 6 de diciembre coloca al Frente Nacional como el primer partido de Francia (27%) y predispone la candidatura de Marine al Elíseo.
Ha guiado a su partido del antisistema al sistema; es la primera opción para jóvenes, obreros, jubilados y católicos
¿Cómo es posible? La crisis migratoria y los atentados de París alojarían una buena explicación si no fuera porque Le Pen ya había sido la campeona (26%) en las últimas elecciones europeas (2014). Y porque su partido no ha hecho otra cosa que crecer desde la victoria de Hollande en los comicios presidenciales de 2012.
Es el ambicioso viaje de la marginalidad a la hegemonía, naturalmente, con los beneficios contextuales que proporcionan la psicosis frente al extranjero y al yihadismo. Pero sería un error vincular el Frente Nacional exclusivamente con la coyuntura, el calentón o el despecho de los indignados.
Marine Le Pen ha logrado que sus votantes perciban que están adhiriéndose a un partido “moderno” y tolerable. Les ofrece seguridad, entusiasmo patriótico. Sitúa a la familia como embrión de la sociedad. E insiste inequívocamente en el principio del laicismo, sea para contener el peligro de la islamización en los guetos, sea para justificar la defensa del aborto, o sea, para relativizar su historial de divorcios (dos) y desengaños sentimentales.
Se jacta de proclamar, en fin, que ella dice en voz alta aquello que los demás susurran, quintaesencia del populismo
Es Marine una mujer corpulenta. Una competente oradora. Una lideresa con suficiente instinto para subordinar la ideología a las emergencias sociales. Está con los parados. Y está con los compatriotas que recelan del burka y de los almuédanos. Se jacta de proclamar, en fin, que ella dice en voz alta aquello que los demás susurran, quintaesencia de un populismo que la valquiria ha logrado sofisticar posando sonriente en las revistas del corazón.
Si Marianne es el símbolo de la República en la iconografía fundacional, Marine aspira a convertirse en la primera presidenta de Francia. Y a perpetuar incluso una estirpe, toda vez que su sobrina, Marion, se convirtió en la parlamentaria más joven de la historia —tenía 22 años en 2012 — y asume dos apellidos de inquietantes resonancias castrenses: el de su padre, Maréchal (significa mariscal, en francés) y el de su madre, Le Pen.
Se trata de la “dignidad de sangre” con la que aspira a erigirse esta noche en presidenta de la región Provenza-Alpes-Costa Azul, un caladero del voto de la extrema derecha que ha dejado de convertirse en un exotismo territorial. Y es verdad que el frentismo crece especialmente en las regiones de tensión inmigrante y de frontera —Bélgica, Alemania, España —, pero la transversalidad del voto también concierne a la expansión geográfica.
Con más razón cuando la hija de Jean Marie ha prometido una Francia para los franceses, exacerbando un discurso identitario tan propicio al euroescepticismo como a la reivindicación del franco. Marine Le Pen abjura de la globalización. Aspira a recrear el país de los manteles a cuadros y de los domingos de reposo. Reniega del matrimonio homosexual. Y quiere restaurar la pena de muerte, redundando a su antojo en el recorte de derechos y de libertades. De otro modo, no se hubiera adherido a las posiciones antimusulmanas de Donald Trump ni resultaría tan atractivo compararlos más allá de las recurrentes caricaturas.
Ha sido un error subestimar a Le Pen. Lo ha sido simplificarla como si fuera un mero fenómeno neofascista, sobre todo porque la criatura del Frente Nacional, que parecía agonizar tras la jubilación de su patriarca, no se explica sin el fracaso del modelo de sociedad y de integración buenista que han ido improvisando la izquierda y la derecha en la dialéctica del poder.
Es más, la contundencia con que Manuel Valls, primer ministro socialista, y Nicolas Sarkozy han asumido ciertos valores identitarios, patrióticos, xenófobos y autoritarios, permitía a Marine Le Pen acomodarse en la comunidad de los líderes tolerables. No digamos ya cuando François Hollande anunció las medidas extraordinarias para combatir el terrorismo, incluidas entre ellas, un estado de excepción policial que subordinaba la autoridad judicial y que cuestionaba el derecho de reunión y de manifestación en beneficio de la seguridad colectiva.
Aplaudió Le Pen las iniciativas. Que era una manera de sentirse legitimada. Y de empezar a reconocerse en la profecía de un cómic publicado en Francia unas semanas antes de las elecciones regionales. Lo había escrito un historiador, François DurpaireLo había dibujado un artista musulmán, Farid Boudjellal. Y habían imaginado ambos el discurso de Marine Le Pen a sus compatriotas tras la victoria en las elecciones presidenciales de 2017.
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