Güicán, Boyacá
Si Colombia no fuera una suma de islas ignoradas por las otras, no sería tan posible ni tan rutinaria la violencia que lleva adentro
Decía mi abuelo el político que Colombia es un archipiélago. Que, como sólo unos cuantos desadaptados han querido que esto sea semejante a un país –“y miren cómo les ha ido…”–, uno va teniendo noticias de las demás islas cuando les sucede una sátira o una tragedia. Durante el opaco domingo de las elecciones regionales, hace nueve días nomás, se confirmaron ciertas verdades predecibles, por ejemplo: que en Medellín, Antioquia, se resisten a llevar a la alcaldía a un politiquero que eche para atrás lo conseguido; que en Bucaramanga, Santander, se están negando a que los corruptos acaben de acabar con todo; que en Bogotá, Cundinamarca, cientos de miles de anacrónicos siguen votando como si en toda una capital de toda una república no hubiera partidos, sino apenas clases sociales: circula por las justicieras redes sociales la indignante declaración de una persona que jura por su Dios que quienes no votaron por Peñalosa, el alcalde electo, eran “ñeros”, “pobres”, “desagradables”.
Hubo también, sin embargo, unas cuentas sorpresas. Y un puñado de villas dieron entonces un paso al frente en el mapa. En Tinjacá, Boyacá, un pueblo fundado en 1555 que estaba allí antes de la llegada de los conquistadores, tendrán que repetirse las elecciones porque el 53% de los votantes –1.037 personas cansadas de tanta farsa e intranquilas por el anuncio de que en los planes de quién sabe qué negociante enquistado en la política está instalarles un basurero a unos pasos de sus casas– tomaron la orgullosa decisión de votar en blanco. En Florida, Valle del Cauca, un municipio célebre por sobrevivir a las quimeras sangrientas de las Farc, consiguieron lo mismo: que ningún politiquero ganara. Y por unas cuantas horas, que es lo que dura una noticia acá en Colombia, esas tierras embellecidas tanto por las músicas como por los reveses de fortuna estuvieron a punto de protagonizar los titulares.
Pero no, no sucedió así. Bienvenidos a esta esquina del planeta: cuando uno está a punto de pronunciar el lugar común “y la democracia fue la noticia de la jornada” –y que vivan los lugares comunes como esos–, resulta ser que la guerra sigue siendo la verdad.
Fue en Güicán de la Sierra, Boyacá, un paraje verde que ha visto todas las violencias, donde sucedió el horror nuestro de cada día: un escuadrón del retorcido ELN, “Ejército de Liberación Nacional” ni más ni menos, acribilló a doce soldados que custodiaban los 130 votos de una comunidad indígena. Preguntarse “¿por qué lo hicieron?” sería un poco más que inútil: podría responderse “porque en su propia cabeza, en donde aún son revolucionarios que no dan el brazo de sus principios a torcer, la ejecución de un grupo de muchachos uniformados significará fortaleza a la hora de negociar su propia paz con el gobierno”, pero tendría que reconocerse que aquí no pasa un día sin que en vano tratemos de olvidar que hay una guerra, y el mapa del país está plagado de cruces en sitios inadvertidos de esta geografía: no por nada la poeta María Mercedes Carranza pudo completar, en 1997, un poemario sobre masacres.
En Güicán, el refugio nevado de la Virgen Morenita, han estado deplorando con más desaliento que rabia que los verdugos del ELN no entiendan que cuando masacran no muestran fortaleza de negociadores, sino simple crueldad, simple delirio. Si Colombia no fuera una suma de islas ignoradas por las otras, una vorágine llena de escondites, no sería tan posible ni tan rutinaria la violencia que lleva adentro un hombre cualquiera. Mi abuelo el político murió en 1977, pero fue en el 33 cuando empezó a insistir en que este país plagado de historias es un archipiélago: corre uno el riesgo, cuando vive aquí, de pensar que esto no tiene arreglo.
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