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Columna
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¿Sigue Lula gobernando Brasil?

La posible vuelta al ruedo político del expresidente servirá para entender hasta qué punto el país ha cambiado

Juan Arias

Lula da Silva, después de confesar que él, Dilma Rousseff y el Partido de los Trabajadores (PT) habían llegado al fondo del pozo y que necesitaban regenerarse, de repente, amenazó con “volver a volar”. Y está volando más que nunca a Brasilia.

Entre silencios y arrebatos, Lula parece incombustible y tiene el privilegio de poder decir lo que quiere, porque técnicamente es un simple ciudadano, sin mandato ni responsabilidad de gobierno, y al mismo tiempo mantiene en el subconsciente de los brasileños la fuerza del mito, capaz de renacer de sus propias cenizas, como la famosa Ave Fénix de la mitología.

Quizás por ello, quien da la impresión de estar gobernando el país (quitando ministros, diseñando la reforma ministerial, tomando decisiones, colocando sus viejas fichas políticas en el Ejecutivo) es él, más que la presidenta Rousseff, que parece una simple cumplidora de sus órdenes.

De nuevo, sus fieles seguidores, que son los mayores opositores a Rousseff, han lanzado el anzuelo de la posible candidatura de Lula para 2018. Y sería esa voluntad de retomar el poder lo que le hace ser tan activo al lado de su pupila para que su barco no se hunda o para que lo haga en el mejor momento para su proyecto de futuro.

En su hipotética nueva presidencia en 2018, Lula sabe que para poder gobernar con mejor acierto y apoyo popular que Rousseff, va a necesitar, más que de la izquierda, del partido centrista PMDB, hoy medio en rebeldía y sin el cual no se gobierna en este país.

Lula navegó muy bien bajo las aguas del PMDB, a quién supo regar en todo momento con prebendas y poder. Sin sentirse ni de izquierdas ni de derechas, fue capaz de jugar con los dos extremos para marcar goles.

La minireforma ministerial de Rousseff lleva el sello de Lula, que ha usado las artes de la vieja política para recomponer la base del gobierno sin perder al PMDB o por lo menos deteniéndolo por el momento, en su envalentonamiento contra el Gobierno y su amenaza de apear a la presidenta del trono. Con el presidente de la Cámara de los Diputados, Eduardo Cunha, herido de muerte, no podía ser momento mejor.

Más que estar ayudando a Rousseff a no naufragar, Lula está luchando para llevar el barco Brasil de nuevo al puerto de su forma de gobernar que le hizo triunfar en aquel su primer mandato de felices coyunturas internas y externas.

Ese parece ser su proyecto. Todo ello podría hasta funcionar si hoy Brasil y el mundo siguieran siendo como entonces, pero no parecen serlo. O si la crisis económica pudiera resolverse mágicamente volviendo a las artes del pasado con modelos que no sabemos si hoy volverían a ser eficaces.

Lula gobernó en la gloria, sin oposición, sin manifestaciones callejeras en las que se gritara “fuera Lula”, aplaudido internamente y endiosado internacionalmente. Contaba entonces con la clase media y con los pobres, a los que hizo crecer social y económicamente, pero que hoy también sueñan caminos nuevos, como el hijo que crece y se rebela. A los pobres de ayer ya no le basta un televisor, una nevera y un coche utilitario pagado todo ello a precio de oro, con intereses estelares y hoy golpeados por la inflación y el miedo del desempleo.

Curiosamente, el test Lula, su posible vuelta al ruedo para reconducir el Gobierno a sus raíles después de la tragedia de la economía consumada durante el mandato Rousseff, servirá para entender hasta qué punto Brasil, sus clases medias, la ciudadanía, la opinión pública y el mundo empresarial e intelectual han cambiado o no.

Lula no presenta una fórmula nueva y mágica para resolver la triple grave crisis brasileña: política, económica y ética. Su fórmula, de alguna forma simplista, es la de volver al pasado, a antes de Rousseff, a su modo de gobernar, que él considera victorioso. Tan victorioso que está convencido que la crisis se ha originado por que Rousseff se ha desviado del camino trazado por él.

Lula cree y apuesta en la clásica política de un Gobierno presidencial de cooptación o compra de los partidos que permite gobernar en paz, sin zozobras y sin la avispa aguijonera de la oposición.

La pregunta, sin embargo, es si eso es aún posible en un Brasil que en los sondeos parece más que deprimido, irritado con la crisis económica y con la clase política.

Quizás el país (el del malhumor que grita “fuera Dilma”, “fuera Lula” y “fuera PT”) no sepa aún claramente qué alternativa quiere.

¿Les convencerá Lula de que la única alternativa es la de volver al pasado, o acabará él, a quién no le falta olfato político, convenciéndose de que la historia no suele repetirse y que, cuando lo hace, es para peor?

El ovillo se enreda cada día más, y al final, curiosa o paradójicamente, el test Brasil, para bien o para mal, sigue siendo Lula, su mito, y la incógnita del capital político que aún le puedan o no conceder los brasileños. Todo ello, si la severidad del juez de la operación anticorrupción Lava Jato, Sérgio Moro, se lo permite.

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