Una mirada a las víctimas
El reconocimiento del daño causado por parte de los terroristas es clave para pasar página
En todas las situaciones de violencia terrorista continuada, como las del País Vasco, Irlanda o Colombia, hay un deseo profundo de recuperar la paz. Ese ansia —que deriva de su duración (más de 40 años en el País Vasco; más de 30 en Irlanda; y casi 50 en Colombia) y de su coste directo en vidas humanas (800, 3.000 y 220.000, respectivamente)— no justifica atajos (ley de amnistía o de punto final) que no tengan en cuenta la realidad social y psicológica de las víctimas. Es decir, tiene que haber una paz, pero una paz justa. En caso contrario sería sumar a la injusticia el escarnio a las víctimas. Las ganas de olvidar el pasado y el deseo de hacer borrón y cuenta nueva pueden llevar a soterrar el río del sufrimiento y, en la misma medida, a cerrar las heridas en falso.
Las víctimas no han elegido ser víctimas. Lo que necesitan es que no se relegue al olvido lo ocurrido. La memoria de las víctimas habrá de convertirse en exigencia permanente de deslegitimación social, moral y política de la violencia. El recuerdo de lo sucedido actúa como un cortafuegos eficaz para frenar a quien en el futuro se sienta tentado por la violencia como forma de resolver un conflicto. No hay mañana sin ayer. Las víctimas, portadoras de nuestra memoria, deben levantar acta de que no hubo, ni hay ni habrá justificación para el asesinato de nadie.
Asimismo, el final del terrorismo no puede hacerse a espaldas de la justicia. La justicia debe recaer sobre los que sobreviven al acto terrorista (por un lado, los asesinos; por otro, los heridos y los familiares de las víctimas). No pueden quedar delitos impunes. Hay que investigar todos los casos sin resolver. No es válido el punto final (en forma de prescripción, amnistía o insolvencia). Sin justicia (no venganza) no hay alivio para las víctimas. La justicia cura, apacigua el dolor. Solo a partir de ahí la víctima puede comenzar a vislumbrar la cicatrización de la herida. La indignación de las víctimas no se debe tanto a la desproporción entre el dolor y el castigo pagado por los verdugos como a la falta de reconocimiento del daño causado. No se puede rebobinar la historia, pero sí, al menos, intentar compensarla. Las víctimas requieren, con una fórmula que resulte veraz, una reparación moral y un resarcimiento económico por haber visto truncados sus proyectos de vida. Se les debe reparar lo reparable y reconocer o hacer memoria de lo irreparable.
No se puede hablar de reconciliación, sino de convivencia en libertad. El perdón no se exige
Además, los verdugos deben asumir un compromiso activo para no volver a la violencia. Porque la ley (referida a cuando un terrorista sale de la cárcel) cancela la deuda social, nada más. Solo el reconocimiento público del daño causado y la asunción de sus responsabilidades con las víctimas pone al verdugo en camino de cancelar su deuda.No se puede hablar de reconciliación (que es un término de impronta religiosa), sino de convivencia en libertad. ¿A quiénes han ofendido las víctimas para tener que reconciliarse? El perdón no les puede ser exigido: es algo que afecta a la esfera personal y no deben ser interpeladas por ello.
Las víctimas pueden estar equivocadas en sus apreciaciones políticas, como cualquier otro ciudadano. Ser víctima no supone un valor añadido a la hora de tener razón. Por eso, no pueden participar como tales en el proceso legislativo, en la política de elaboración de las normas penales, en la actuación de la Justicia o en la disciplina penitenciaria. A lo que las víctimas tienen derecho es a la memoria, al reconocimiento, a la reparación y a la justicia, así como a reclamar la asistencia material y psicológica debida.
Enrique Echeburúa es catedrático de Psicología Clínica de la Universidad del País Vasco y académico de Jakiunde. Es autor de Superar un trauma (Pirámide, 2004).
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