México en su hora del fin del mundo
La joven democracia vive su peor momento de credibilidad en derechos humanos por los lazos de los poderes públicos con la violencia
Con acento provocativo y terminal, dos editores del diario Milenio de la Ciudad de México, Carlos Puig y Julio Patán, han planteado a sus colaboradores esta pregunta: ¿pasa México por el peor momento de su historia? Algo apocalíptico hay en el momento psíquico de México, algo que autoriza esta pregunta extrema en un país cuya historia registra varias guerras civiles y no pocos tiempos catastróficos.
Para los que creen que México empieza con los olmecas, será difícil ver en nuestros días daños comparables a la desaparición de las civilizaciones prehispánicas o a la fúnebre caída de Tenochtitlán. No sé si los que creen que México empieza a existir con la Nueva España, pueden ver en los días que corren algo comparable a la caída demográfica del siglo XVI, que redujo el millón y medio de habitantes del Valle de México a solo 200.000 (Gibson, Los aztecas bajo el dominio español).
Quienes creen que México nació en 1810, con la independencia, acaso también puedan creer que la violencia de hoy es comparable con la de la propia guerra de independencia, que costó 250.000 muertos, en una población de seis millones. O con la de los años de guerras civiles que marcaron nuestra vida independiente, entre 1821 y 1848, año en que el país perdió con Estados Unidos una guerra oprobiosa y la mitad de su territorio. En 1849, en el prólogo de su Historia, Lucas Alamán anticipó su duelo por la posible desaparición de “la nación mexicana”. Vinieron entonces las guerras de Reforma e Intervención, 1857-1867, que casi cumplieron el temor de Alamán.
¿Qué decir de las buenas épocas de la Revolución Mexicana, cuya cifra canónica es de un millón de muertos?
La situación hoy es comparable a la mancha de sangre que esparció la guerra contra las drogas
Nuestra historia está llena de “tiempos peores”; es difícil mejorar la lista. Pero la pregunta de los editores de Milenio dice algo de los ánimos mexicanos y merece un comentario. Replanteo su pregunta en una escala más modesta pero quizá más debatible: ¿pasa México por el peor momento de su vida democrática?
Desde luego no pasa por el peor momento económico de los últimos 15 años, mérito que corresponde a 2009, en que el PIB cayó un 4,7%. Es su peor momento, sin embargo, en número de pobres, ya que los porcentajes de pobreza se han mantenido iguales pero la población ha crecido y hay hoy unos cinco millones más de mexicanos pobres que en 2000.
Por lo que hace a la corrupción, la de hoy no es mucho mayor que la de los últimos dos Gobiernos, pero ha tocado a la figura del presidente, y ha provocado un rechazo cuyo vigor es la novedad moral de la vida pública mexicana, un punto de inflexión que crucifica al Gobierno pero vitaliza a la sociedad.
Respecto de la violencia, México tampoco vive el peor momento de su historia reciente, que corresponde a 2011, en que la tasa de homicidios llegó a 22 por cada 100.000 habitantes. La de hoy es de 16: una reducción sustancial. Pero casos como los de las ejecuciones extrajudiciales de Tlatlaya, cometidas por el Ejército; las de Tanhuato, imputadas a la policía federal; la oprobiosa cuenta de periodistas asesinados, y sobre todo la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa, han dado un giro de 180 grados a la percepción pública sobre quién es responsable de la violencia.
La guerra contra las drogas del presidente Calderón logró establecer la narrativa de que la violencia que ensangrentaba al país era, en lo fundamental, de criminales matando criminales. Las estadísticas le dieron siempre la razón y dejaron para el Gobierno solo la responsabilidad de haber decidido combatirlos. La idea de que la violencia estatal podía ser causa del crecimiento de la violencia, no empezó a plantearse como una de las explicaciones de la matanza sino bien avanzado el Gobierno de Calderón, e irreversible ya la guerra. Como en toda narrativa convincente, en esta había gran parte de verdad: las purgas entre bandas eran el origen de la mayoría de los asesinatos; los capos y sus sicarios eran los protagonistas de la guerra, y así eran presentados en los medios, muertos o presos por la acción del Estado.
El Gobierno de Peña Nieto puso aquella narrativa en descanso, dejó de asustar a la sociedad con cifras de muertos y fotos de colgados, dejó de hablar de la violencia como una prioridad y no hizo el corte de caja de la herencia de sangre que recibía. Los criminales dejaron de ser responsables de la matanza, la matanza desapareció del discurso gubernamental, que se consagró a las reformas.
Con Peña Nieto, los criminales dejaron de ser responsables de la matanza
Llegó entonces la crisis de Michoacán, que mostró a la autoridad local priista coludida con el crimen. El Gobierno federal se responsabilizó de Michoacán, y contuvo y expulsó a los criminales, en un efecto cucaracha, hacia los vecinos Estados de México y Guerrero. Del Estado de México llegó poco después el caso de Tlatlaya, que mostró al Ejército haciendo ejecuciones extrajudiciales: 22. De Guerrero llegó luego el caso de los 43 desaparecidos de Ayotzinapa, que el Gobierno federal asumió nuevamente como una crisis propia, ante el vacío del Gobierno local.
Ahí estaba otra vez el Gobierno federal en medio de los muertos, pero no estaba ya la narrativa que culpaba a los criminales de los crímenes. Los crímenes habían pasado a ser, por omisión o comisión, responsabilidad del Estado.
De ahí la tormenta nacional e internacional por la violencia y la violación de derechos humanos que se cierne sobre México, que en esta materia vive el peor momento de credibilidad y desprestigio de los años de su joven democracia, momento solo comparable en su intensidad a la mancha de sangre que esparció por el mundo la guerra contra las drogas.
¿Vivimos el peor momento de nuestra historia democrática? La realidad no es más grave, pero la mirada pública es infinitamente más exigente, y todo parece peor. Parece la hora mexicana del fin del mundo.
No es el mejor, desde luego, pero quizá tampoco el peor, aunque es el que nos toca de cerca, el único que tenemos a la vista.
Puedo recordar años de similar enardecimiento público en lo que va de nuestra vida democrática, pero el que sacude a México en estos días no tiene paralelo en mi memoria, sino con el producido por las grandes devaluaciones de los ochenta y los noventa del siglo pasado.
Héctor Aguilar Camín es periodista y escritor.
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