¿Es pecado hablar de felicidad hoy en Brasil?
La historia de Victoria, la perrita callejera que conversa divertida con las aguas del mar
Victoria no es un personaje inventado. Existe. Es joven, callejera, de color blanco y marrón. La encuentro cada día conversando y jugando con las olas del mar en una playa vacía a primeras horas de la mañana. Contemplándola me pregunto si aún hay espacio en Brasil, hoy, para la felicidad.
Veo a la perrita como el viejo emblema de este país con vocación, capaz de buscar espacios de sosiego y libertad a pesar de las crisis que lo afligen. Corre como un galgo a una velocidad casi irreal. Lo hace al borde mismo del agua. Recorre, yendo y viniendo, kilómetros de playa.
La he apellidado Victoria porque es ya vencedora al no temer la felicidad. Ella conversa con las olas que mueren en la orilla. Parece provocarlas. Se adentra lo suficiente para sentir el agua besando sus patas, pero no se arriesga con las olas grandes.
Juega y dialoga con aquella agua limpia del Atlántico mezclando sus ladridos jóvenes y agudos con el sonido de las olas que se apagan. Yo acababa de darle un vistazo, antes de salir, a media docena de periódicos y me fui a la playa cargando ese rosario cotidiano de índices negativos, de anuncios y presagios de más crisis y más detenciones de empresarios y políticos corruptos y de los peligros institucionales que se abaten sobre Brasil.
De vez en cuando, tras sus carreras al borde del agua, Victoria se acerca a mí o a algún otro corredor solitario y nos mira con sus ojos mojados de arena como si quisiera compartir su felicidad. Enseguida vuelve a correr hacia la orilla del mar.
Ofende a este gran país quien se emperra en verlo como genéticamente más violento que otros
Quizás sea el contraste de la tristeza que me invade cada mañana con el boletín del estado de salud económica, política y moral del Brasil enfermo, lo que me lleva a contemplar como una terapia la alegría al desnudo de Victoria que ya amanece feliz al saber que en la playa, bajo el sol, ajena a los nubarrones que se ciernen sobre la sociedad, la esperan sus amigas las olas.
Llega siempre antes que yo. Me saluda unos segundos y sale disparada para su cita. A veces, electrizada de felicidad, se desahoga trazando circos y figuras con sus patas en la arena que aún nadie ha pisado.
Durante la jornada, mientras buceo en las noticias que son el alma de mi trabajo de periodista, cuando la tristeza me aprieta viendo a este país que amo crispado, desengañado y perplejo con los desmanes de quienes deberían velar por su prosperidad, el recuerdo de la perrita callejera, feliz con tan poco, siempre alegre, y que no sé ni dónde come y duerme, me despierta la esperanza.
Es verdad que nada es tan malo que no pueda empeorar, pero también es cierto que hasta de las crisis peores es posible salir. Nada es eterno, ni siquiera el dolor.
A mi perrita callejera que juega y se divierte con las olas del mar la contemplo cada mañana como la expresión de Brasil, cuya vocación, como la de la mayoría de los latinoamericanos, es la fiesta.
Tampoco el odio que algunos políticos atribuyen hoy a la sociedad brasileña pertenece a su genétic
Ofende a este gran país quien se emperra en verlo como genéticamente más violento que otros. No lo es. Si acaso fue objeto de violencia desde que a él llegaron los primeros conquistadores. Uno de ellos escribió en 1547 que los indígenas, dueños de aquella tierra, “surgían a partir de la descomposición de materia muerta, como los gusanos y los hongos”. (Brasil: una biografia. Compañía de las Letras, página 29) Por eso se les podía esclavizar y exterminar sin excesivos remordimientos de conciencia.
Tampoco el odio que algunos políticos atribuyen hoy a la sociedad brasileña pertenece a su genética. La violencia de este país, donde es cierto que se mata más que en casi todos los otros lugares del mundo (sobre todo a negros, pobres, jóvenes y analfabetos) es institucional. La engendran las heridas de la desigualdad heredada de la esclavitud y la insaciabilidad de ciertos políticos que repiten la dura imagen evangélica de los “lobos disfrazados con piel de oveja”.
Esta mañana volví a la playa, y por primera vez, Victoria no estaba. La arena parecía triste y oscurecida sin su alegría.
Ojalá vuelva a reaparecer mañana como presagio de que Brasil sabrá salir victorioso del túnel de su actual desilusión.
En un continente como el latinoamericano, azotado por abusos y tentaciones autoritarias, con las instituciones democráticas muchas veces en peligro, Brasil ha conseguido hasta ahora que la política no degenere en tiranía. No es poco, pero ¿hasta cuándo?
Un amigo que ha leído esta columna antes de enviarla al periódico me pregunta: “¿Pero cómo te atreves a hablar de felicidad en el ambiente de pesimismo y enfrentamiento verbal que vive el país?”
Es que a Brasil prefiero verlo más como a Victoria, la callejera dulce y juguetona, feliz con poco, que como a los derrotistas tristes y acomodados.
Cuando hace 15 años llegué aquí, mi primera entrevista se la hice a la actriz Fernanda Montenegro. Recuerdo una de sus recomendaciones: “Si quiere entender a Brasil, recuerde que la diferencia entre nosotros y ustedes los europeos es que nosotros no nos avergonzamos de decir que somos felices, y ustedes sí”.
No lo he olvidado y si acaso mi miedo hoy es que el clima de desencanto que está creando la crisis política económica pueda desmentir a la gran actriz, si se pierde la esperanza de seguir soñando.
Ojalá mañana vuelva a encontrar a Victoria jugueteando con las olas. Ella aún no se ha enterado que Brasil está triste.
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