La muerte vota en Chilapa
En esta ciudad mexicana el narco mata a un candidato, desaparece a decenas de personas y no hay un solo detenido
En Chilapa los carteles electorales anuncian a un muerto. Es un hombre calvo, sonriente y de camisa blanca, que pide orden y paz para el pueblo. Se llama Ulises Fabián Quiroz y, a principios de mes, un comando del narco le apeó de su camioneta electoral y, ante una quincena de seguidores, lo mató de un tiro en la cabeza. Era el candidato del PRI a la alcaldía. Fue el aviso de que en este pueblo de 35.000 habitantes, en el corazón de Guerrero, el Estado más violento de México, la muerte había entrado en campaña.
Una semana después, el sábado 9 de mayo, a eso de las seis de la tarde, unos 300 hombres armados irrumpieron por la avenida principal. Era una amalgama de policías comunitarios, campesinos y encapuchados de cuya procedencia nadie en el pueblo dudó: narcos, de un sanguinario grupúsculo llamado Los Ardillos. No les costó ni una hora tomar la sede de la policía municipal, desarmar a sus agentes y hacerse con los coches patrulla. Luego establecieron cuatro retenes en la ciudad y empezaron a detener y requisar. A voz en grito exigían la entrega del jefe de plaza de Los Rojos, el cártel rival que supuestamente controla el municipio. Durante cinco días fueron los dueños. En ese tiempo, Chilapa se sumió en la oscuridad. Decenas de personas (16 oficialmente, 30 según los grupos de víctimas) fueron secuestradas presuntamente por sus nexos con la banda enemiga. En plena calle, en sus casas, en el mercado. Tomadas por la fuerza y enroladas en ese ejército de muertos vivientes que en México forman los desaparecidos.
Todo ello ocurrió, según los testimonios recogidos por este periódico, mientras en el pueblo patrullaban la policía estatal, la gendarmería y el Ejército. Ninguno intervino, ninguno frenó el terror. El motivo oficial fue “evitar un derramamiento de sangre”. Dos semanas después, no hay un solo detenido y las autoridades estatales son incapaces de señalar con precisión quién ordenó las desapariciones ni dónde están las víctimas. A una hora en coche de Iguala, la tragedia se ha repetido. Pero esta vez, a la luz del día y en campaña electoral. El horror ha conmocionado a México. La tragedia se repite.
“Necesito saber si mis hijos están vivos o muertos”. Rosa Cuevas Alcocer está rota por dentro. El 10 de mayo, a las 8.30, sus tres vástagos, Miguel, Juan y Víctor, fueron secuestrados por un retén. “Ellos solo iban al mercado a vender un becerro”, aclara. La mujer, de 49 años, apenas sabe leer y escribir. Le cuesta explicarse y, como suele ocurrir con muchas madres de desaparecidos, cree que se confundieron al arrebatarle a sus hijos. Pero ahora, pasados 12 días y después de chocar contra un muro policial, pide alguna certidumbre. Algo que sabe que es difícil en esas tierras en guerra.
Chilapa, ubicada al pie de la montaña de Guerrero, es la puerta a la zona de mayor producción de opio de América. Su control, básico para la supervivencia del narco, ha desatado un feroz pulso entre organizaciones criminales como Los Rojos y Los Ardillos. Y la población, abandonada a su suerte, sufre este fuego cruzado. Las desapariciones se cuentan por centenares y la tasa de homicidios, con 101 asesinatos desde el año pasado, es 250 veces la española. Pocos lugares hay más peligrosos en México.
Un alcalde amenazado que tiene que irse
Francisco Javier García González es el alcalde de Chilapa. Vive amenazado y atiende oculto en un patio umbrío. "Tengo miedo por mi vida, por la de mi gente, por los desaparecidos", confiesa. junto a sus guardaespaldas. Cuenta que sus agentes fueron rebasados desde el primer momento por los atacantes, y que no entiende por qué no actuaron las otras fuerzas policiales. "Día tras día se llevaban a la gente, entre ellos había albañiles, deportistas, campesinos... los levantaban delante de los elementos de seguridad". Su relato destila amargura. Administra una Chilapa en ruinas. Las escuelas no abren, los negocios cierran las puertas, la población se oculta de noche. Él mismo, cuando pasen las elecciones del 7 de junio, abandonará el municipio.
José Díaz Navarro, profesor, de 52 años, hace tiempo que perdió el miedo. El pasado 26 de noviembre desaparecieron a manos de Los Ardillos dos de sus hermanos, su primo y dos empleados. Tres días después se descubrieron cinco cuerpos calcinados y decapitados. Aunque aún no tiene la prueba forense, Díaz está seguro de que eran ellos. Desde entonces, dedica todas sus energías a organizar a las víctimas. Sabe que en cualquier momento le pueden matar, pero se niega a guardar silencio. “Antes de abandonar Chilapa, quiero se aclare lo que ha ocurrido”, dice.
“¿Para qué votar?”
Hoy el profesor ha acudido a la sede local del ministerio público. Ayuda a los familiares de desaparecidos que se agolpan dentro. Las oficinas, repletas de legajos, huelen a antiguo. Las declaraciones suenan monocordes. Hablan de levantamientos a plena luz, de malos tratos, de pasividad de las fuerzas de seguridad.
En esa atmósfera irreal, las elecciones suenan lejanas. O eso le parece al menos al campesino Bernardo Carreto González: “Mire señor, creo que han matado a mis tres hijos, y a mí, por declarar, también me pueden levantar. ¿Para qué voy a votar?”. En Chilapa, en el corazón salvaje de México, las elecciones ya tienen un ganador. Todos, incluidos los muertos, lo conocen bien.
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