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Tribuna
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Violencia, corrupción y populismo: realidades de América Latina

Hay países latinoamericanos donde los ricos casi nunca pagan impuestos

América Latina es un conglomerado, cada vez menos armónico, de realidades distintas. Es claro que la región participa de una herencia común. Es cierto que casi todos los países de la región comparten el mismo idioma, una arquitectura política similar, ordenamientos jurídicos análogos y algunos valores fundamentales que han alentado, entre otras cosas, un sentido particular de la justicia social. Debemos admitir, además, que la región exhibe también patologías similares: una nefasta propensión al populismo y a la demagogia, un compromiso vacilante con la democracia liberal y el Estado de derecho, un récord de violencia bárbaro y difícil de extinguir, un escandaloso expediente de corrupción, y una dificultad proverbial para traducir las promesas políticas en realidades concretas.

No pretendo afirmar que estas virtudes y flaquezas son del dominio exclusivo de América Latina. Varían enormemente a lo interno de la región. Cuando se habla de la situación de la democracia en América Latina se debe tener cuidado de no asemejar la democracia de Chile a la de Venezuela; o la de Uruguay a la de Nicaragua. Asimismo, cuando se habla de inseguridad se debe distinguir entre el caso de Honduras y el de Costa Rica, o entre el caso de México y el de Panamá.

Hay en la región un grupo de países que han alcanzado grandes avances en la consolidación de la democracia y el fortalecimiento del Estado de derecho. En el otro extremo, sólo un país –Cuba- carece actualmente de las condiciones mínimas para ser considerada una democracia electoral. En el centro, han surgido nuevas categorías que merecen estudio y abordaje. Hay países en donde los gobiernos son electos, pero las libertades individuales son irrespetadas. Hay países donde las libertades individuales son reconocidas pero no exigibles, por la ausencia de órganos judiciales fuertes y transparentes. Hay países en donde el gobierno promueve proyectos maravillosos, pero carece de solvencia fiscal para financiarlos y de burocracias eficientes para implementarlos. Hay países donde los ricos casi nunca pagan impuestos, donde los programas sociales casi siempre se distribuyen entre los partidarios, y los contratos públicos a menudo los ganan los amigos.

La democracia en la región no puede considerarse plena en el tanto sobrevivan estas deficiencias, aún en presencia de elecciones libres y justas. Es necesario que desarrollemos mecanismos para lidiar no sólo con la dicotomía democracia-autocracia, sino con fenómenos más sutiles, como las democracias iliberales y las democracias con Estados de derecho endebles.

A la preocupación por la situación de la democracia se suma ahora la preocupación por el desempeño económico de varios países que, durante la última década, experimentaron tasas de crecimiento acelerado, motivadas por el auge de los productos primarios, en particular los productos de industrias extractivas. Algunos países de la región que se acostumbraron a crecer a tasas del 7% y 8%, crecerán apenas un 3% o 4% este año, como Perú. Habrá países que aspirarán a tasas de crecimiento del 2% o 3%, como México o Costa Rica. Y habrá países que enfrentarán tasas de crecimiento nulas o negativas, como Venezuela o Brasil. Esto acrecienta las posibilidades de conflicto social y pone presión sobre gobiernos que tendrán dificultades para satisfacer las demandas de la población, en particular de la clase media joven.

De nuevo, algunos se encuentran mejor preparados que otros. Existen países que han venido diversificando sus economías, incentivando la productividad, invirtiendo en investigación y desarrollo, y alcanzando mejoras en el clima de negocios. Es indispensable que los gobiernos de la región se concentren en atender estos factores de producción, en lugar de cruzar los dedos esperando otra primavera en el sector primario.

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Nada es más importante para las expectativas futuras de la economía, la política y la cultura latinoamericana que la calidad de su sistema educativo. No obstante, sólo uno de cada dos jóvenes latinoamericanos concluye la secundaria – uno de cada tres en el quintil más pobre, según cifras de CEPAL. Nuestros países se ubican en los últimos lugares de los resultados de la prueba PISA, a pesar de dedicar un gasto en educación equivalente o superior al de países que obtienen notas mejores. Estamos enseñando poco y estamos enseñando mal y, sin embargo, las reformas educativas son anatema en la mayoría de nuestros países, en parte por la presencia de sindicatos educativos fuertes y reaccionarios, pero en parte también porque nuestras sociedades exhiben una profunda aversión al cambio cuando se trata de alterar la forma y el contenido de lo que aprenden los menores. Por sorprendente que parezca, la región del realismo mágico es muy poco creativa cuando se trata de enseñar.

Mientras Alemania declara la educación terciaria gratuita y Finlandia anuncia el abandono del sistema educativo basado en “materias”, en América Latina seguimos enfrascados en una discusión sempiterna sobre los derechos laborales de los maestros y profesores. Por supuesto que las condiciones de trabajo de nuestros educadores son cruciales. Por supuesto que debemos aspirar a pagarles salarios competitivos, ofrecerles incentivos para la capacitación constante y asegurarnos de reclutar a los mejores profesionales para dedicarse a la enseñanza. Pero no debemos cometer el error de creer que las reivindicaciones magisteriales constituyen reformas educativas.

Si queremos aspirar a un futuro distinto, debemos mejorar los estándares por los que medimos tanto a nuestros maestros como a nuestros estudiantes. Debemos actualizar el contenido curricular para preparar a nuestros jóvenes para el mundo que los espera, y no el de hace treinta años. Debemos alinear la oferta educativa con la demanda laboral. Debemos enseñar destrezas y habilidades, en particular idiomas y el uso de tecnologías, y no sólo la facultad de repetir de memoria lo que se lee en un libro de texto. Debemos promover cambios que nos permitan crear ciudadanos informados, comprometidos, habilitados para asumir la fundamental tarea de vivir en sociedad. De esto depende nuestra capacidad de formar un electorado blindado contra el mesianismo y las tendencias autoritarias.

De esto depende nuestra capacidad de forjar economías productivas e innovadoras. De esto depende nuestra capacidad de crear sociedades tolerantes e inclusivas, donde sea posible la realización personal en libertad, donde cada quien pueda encontrar su llamado y perseguir su estrella.

No sé qué le espera a Latinoamérica. La política es maravillosa en su incerteza. El destino pertenece al ámbito de la religión, del misticismo o de la mitología. En la política, en cambio, no hay más que preguntas insaciables y respuestas tentativas. Por eso quizás nos atrae tanto la noción del pueblo en el desierto, porque ignoramos detrás de cuál montaña se esconde la tierra prometida y de cuál gota de rocío habrá de brotar el maná del cielo. El liderazgo político es una forma, siempre imperfecta, de superar esa ignorancia; de encontrar la senda en medio de la arena. Me honro de haber dejado mis huellas al lado de grandes amigos y les corresponde ahora, a los jóvenes de Latinoamérica, emprender su propio éxodo hacia un mañana de mayor justicia y esperanza.

Óscar Arias Sánchez fue presidente de Costa Rica de 1986 a 1990 y de 2006 a 2010 y obtuvo el Premio Nobel de la Paz en 1987 por sus gestiones para la pacificación de Centroamérica.

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