Después del grito, las propuestas
En un país con 60 millones de jóvenes, si ellos deciden dar la batalla contra la corrupción política, aún hay espacio para la esperanza
De nuevo, el domingo pasado, cientos de miles de personas volvieron a rugir en más de doscientas ciudades de Brasil con el grito de protesta contra Dilma Rousseff y contra el veneno de la corrupción política que avergüenza al país.
Ahora, después del grito, urge que lleguen las propuestas concretas de cambio. Fue un grito saludable que revela que los brasileños, tras años de silencio, han perdido el miedo a la protesta. Exigen que los gobernantes “les devuelvan al Brasil” secuestrado, según ellos, por quienes pretenden eternizarse en el poder sin saber ya cómo hacer que el país vuelva a crecer.
Los políticos de este país, poco acostumbrados a ver salir a la calle a la clase media mejor informada, corren el peligro de demonizar esas manifestaciones como golpistas o derechistas. Sin embargo, como bien afirmó el vicepresidente de la República, el centrista y hábil político Michel Temer, las manifestaciones revelan una “democracia poderosa” y los políticos tienen el deber de escuchar ese grito en vez de condenarlo.
Quieren a Rousseff fuera de la presidencia porque la consideran responsable de la crisis económica que amenaza conquistas pasadas
Sin ser pautadas ni organizadas, como en el pasado, por partidos políticos o por movimientos sociales de izquierdas, las nuevas manifestaciones brasileñas reflejan forzosamente el desorden y a la vez la creatividad de cientos de exigencias a veces hasta contrapuestas. De ahí que ahora, después del grito que libera y amenaza, haya llegado la hora de presentar un programa capaz de transformar positivamente al país sacándole de la crisis económica a la que fue arrastrado por una política errada de despilfarro del dinero público, así como la corrupción organizada que acaba golpeando a los más pobres.
Como ha afirmado a este diario el analista político Thiago de Aragão, las manifestaciones “son un medio, no un fin”. De no dar frutos concretos, se quedan en aguas de borrajas y hasta acaban fortaleciendo al poder que deseaban contestar.
El carácter no violento de las dos últimas grandes protestas nacionales, y su talante lúdico y hasta festivo, revela que los brasileños no exigen soluciones revolucionarias al margen o contra la democracia y la Constitución, aunque saben que esta última no son las Tablas de la Ley y puede y a veces tiene que ser cambiada.
Brasil y sus gentes quieren vivir cada vez mejor. Por ello tienen miedo de una marcha atrás en su calidad de vida. Tiemblan ante la posibilidad de perder el empleo, de ver su renta desangrada por la inflación o el Estado saqueado por políticos y partidos corruptos.
Si la petición machaconamente repetida en las calles de Brasil fue el “Fuera Dilma”, no es porque la exguerrillera les sea más o menos simpática, o la vean más o menos de izquierdas o de derechas. La quieren fuera de la presidencia porque la consideran responsable de la crisis económica que amenaza conquistas pasadas, con poca habilidad política y porque albergan la duda de que pueda ser moralmente responsable en el escándalo de Petrobras.
Las protestas, organizadas a través de las redes sociales por decenas de movimientos sin partido político han sido obra de jóvenes. Y han tenido una serie de méritos además de su carácter pacífico en uno de los países hoy más violentos del mundo, con mayores índices de asesinatos que ya superan los 60.000 anuales, la mayoría negros y pobres.
Esos jóvenes han ido arrastrando cada vez más un número mayor de personas mayores y hasta ancianas de las que se ganaron su confianza. Quizás las mismas que, por estereotipos, consideran a los jóvenes de hoy superficiales e incapaces de comprometerse políticamente.
En la manifestación del domingo, fueron los jóvenes quienes desmintieron el que a los brasileños les preocupe poco la corrupción, ya que en su cultura se tolera y siguen siendo elegidos políticos que “roban pero hacen”.
Un grupo de chicas enarbolaba una pancarta escrita a mano que decía: “La corrupción es el cáncer de la democracia”.
Fue consolador observar en la última manifestación del domingo pasado, que un Brasil, acusado hasta ayer de falta de sensibilidad frente a la corrupción política, ofreciera un apoyo, con homenajes y todo, al juez Moro, protagonista con mano de hierro del proceso judicial contra el escándalo de Petrobras que está encarcelando a grandes empresarios y políticos de copete.
Fueron, sobre todo, los jóvenes el domingo quienes insistieron en exigir que se respete la “autonomía” de la Policía Federal para seguir investigando los casos de corrupción así como de los tribunales para juzgarlos. “Gracias, Moro, por cuidar de nuestro país”, decía otra pancarta en Río.
En un país con más de 60 millones de menores de 18 años como Brasil, si los jóvenes deciden hacer suya la batalla contra la corrupción vista como enemiga de la democracia, tiene aún mucho espacio para la esperanza. Y esa esperanza se está revelando viva en las manifestaciones de protesta y está contagiando a los mayores.
Mejor que el poder no les tuerza la cara, ni minimice o desprecie las protestas por el hecho de haber sido ideadas por los jóvenes. Ellos poseen la ventaja de carecer de los miedos y ataduras de los adultos. Los gobiernos los prefieren siempre mudos o domesticados ideológicamente. Sin embargo, la democracia se fortalece y purifica con sus voces que sólo pueden ser de protesta. Nada peor y que más agrade a los gobiernos corruptos que los jóvenes-viejos, los satisfechos con el sistema que les amamanta.
Su lugar natural es la calle, no los palacios. Lo importante es que no caigan en la tentación de la violencia porque los jóvenes violentos son una especie de viejos contagiados por el desencanto y la amargura.
En las manifestaciones del domingo fueron los jóvenes los primeros en sofocar algún pequeño conato de violencia como la quema de una bandera del PT, y los que devolvieron a su dueño, con fuerza simbólica, una cartera encontrada en el suelo.
Los jóvenes brasileños de las dos últimas manifestaciones, acusados de ser conservadores por no identificarse con una cierta izquierda aburguesada, están demostrando ser jóvenes deseosos de luchar por un Brasil más moderno.
Ábranles camino. Para escucharles, no para intentar comprarles o anestesiarles. Menos aún para mentirles, ya que ellos son los más alérgicos y sensibles a ese pecado que tanto tienta a los políticos.
Quien acabará ganando con las propuestas de cambio de esos jóvenes aún no contaminados por los intereses y las tentaciones del poder, será toda la sociedad brasileña.
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