Los renglones torcidos del Papa
Francisco ha conseguido en sus dos primeros años conectar con los fieles
Es difícil escoger una sola frase o un gesto para sintetizar los primeros dos años de Jorge Mario Bergoglio al frente de la Iglesia católica. Algunos se quedarán con aquella primera aparición premonitoria en el balcón de la basílica de San Pedro, una cruz de plata, unos zapatos gastados, un amigable buenas tardes por saludo y la humilde petición a los fieles —que no ha dejado de repetir desde entonces— para que rezaran por él. Otros preferirán aquella frase que pronunció unas horas más tarde ante los periodistas llegados de todo el mundo tras la sorprendente renuncia de Benedicto XVI —“¡Cómo desearía una Iglesia pobre y para los pobres!”— y su opción preferente por los desfavorecidos y las periferias.
Muchos más, desde líderes mundiales a católicos de infantería, han ido volviendo la vista hacia el Vaticano sorprendidos por la rotundidad con que Francisco ha clamado contra el sistema económico mundial, ha criticado la mundanidad de la curia, ha llorado con las madres africanas que pierden sus hijos en el mar de Lampedusa o se ha mostrado comprensivo y tolerante —“¿Quién soy yo para juzgar a los gais?”— con quienes hasta ahora solo habían cosechado soledad y desprecio por parte de la jerarquía eclesiástica. Hay, sin embargo, un hecho lateral, insignificante casi, que retrata muy bien la personalidad de Bergoglio y la impronta que quiere dejar en la Iglesia. Sucedió en Río de Janeiro.
A su llegada a la ciudad brasileña, la comitiva de Francisco, a bordo de un pequeño utilitario y protegido por una escolta mínima, equivocó la ruta desde el aeropuerto a la catedral y se vio rodeada por una multitud. Ya en el vuelo de regreso a Roma, un periodista preguntó al Papa si no era una temeridad viajar así, a cuerpo gentil, con la ventanilla abierta. El hasta hacía poco obispo de Buenos Aires dijo: “Gracias a que tenía menos seguridad he podido estar con la gente, abrazarla, saludarla sin coches blindados. La seguridad es fiarse de un pueblo. Siempre existe la posibilidad de que un loco haga algo, pero la verdadera locura es poner un espacio blindado entre el obispo y el pueblo. Prefiero el riesgo a esa locura”. En esa explicación se esconde la clave para entender por qué el Papa habla como habla —de forma sencilla, sin preocuparse de lo políticamente correcto, hasta metiendo la pata a veces— y hace lo que hace, a pesar de que sus tres grandes decisiones de puertas para adentro —reforma de la curia, limpieza de las finanzas vaticanas y lucha frontal contra la pederastia— le estén granjeando la enemistad, cada vez más clara, de algunos sectores de poder.
Jorge Mario Bergoglio está decidido a limpiar la Iglesia. A suprimir toda la burocracia que el Vaticano ha interpuesto entre los católicos y el mensaje de Cristo. De ahí que, desde que llegó, un día sí y otro también, se haya dedicado a desmontar un solemne tinglado que parecía más preocupado por proteger sus propios privilegios —incluidos los de no responder ante la ley por abusos a menores o blanqueo de capitales— que por acompañar a la gente que sufre en un mundo cada vez más complejo e inseguro. Lo primero que Bergoglio hizo fue enterrar la amenaza del fuego eterno y cambiarla por la esperanza del perdón. “El camino de la Iglesia”, dijo hace unos días, “es el de no condenar a nadie para siempre”. Lo segundo, recordar ante sus cardenales —quien quiera entender que entienda— que Cristo expulsó a los fariseos del templo, acarició al leproso y se hizo amigo de María Magdalena sin preocuparse por el qué dirán: “Jesús no tiene miedo al escándalo, no tiene miedo a las personas obtusas que se escandalizan de cualquier apertura, de cualquier paso que no entre en sus esquemas mentales o espirituales, de cualquier caricia o ternura que no corresponda a su forma de pensar y a su pureza ritualista. ¡No se queden mirando de forma pasiva el sufrimiento del mundo!”.
Unos días después de su elección, Jorge Mario Bergoglio fue a visitar a Joseph Ratzinger, quien le entregó un informe secreto sobre las guerras entre los distintos sectores de la curia que arruinaron su pontificado. El nuevo papa nunca ha desvelado qué contenía, pero en alguna ocasión sí ha dejado caer —con la sutileza que algunos le niegan— que no solo sabe quiénes son los lobos que atacaron a Benedicto XVI, sino que está dispuesto a combatirlos.
No será una lucha fácil. Durante las últimas semanas, coincidiendo con la aprobación de severas leyes internas de transparencia y con la inminente firma de un acuerdo con Italia para terminar con el oscurantismo del banco del Vaticano, aquellos lobos del poder y del dinero han regresado al ataque. Ya no solo reniegan entre dientes por su mensaje social o por el poco aprecio por la pompa del papa argentino, sino que parecen dispuestos a utilizar hasta algunas intervenciones poco afortunadas —el puño a quien se mete con la fe o la mexicanización de Argentina— para atacarlo. No cuentan con que la fuerza de Francisco, aislado de la curia en la residencia de Santa Marta, procede de quienes, casi por primera vez, entienden a un papa que les habla de tú a tú. Un papa que escribe recto con renglones torcidos.
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