La misión de Netanyahu
La estrategia del primer ministro israelí consiste en negar la asimetría en el conflicto con Palestina
Es algo aparentemente inaudito. Pero de lógica implacable. El primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, se dirigía el martes al Congreso de EE UU en un agresivo esfuerzo por impedir que Washington y Teherán firmaran un acuerdo sobre el programa nuclear iraní, que sería una de las joyas de la corona, cerca ya del final del mandato de Obama. Los dos líderes se han detestado hasta este miércoles educadamente, lo que no obsta para que el presidente norteamericano satisfaga casi todas las exigencias de Jerusalén. Pero si hay acuerdo, el desaire a Israel será estentóreo, y, como contrapartida, Netanyahu ha osado infligir una afrenta aún mayor: no haber informado de sus intenciones a la Casa Blanca.
El día 17 habrá elecciones en Israel. Y la oposición ha acusado de “electoralista” al primer ministro por su descarada visita a Washington. Serán unos comicios a cara de perro en los que los adversarios de Netanyahu han hecho circular un vídeo en el que un antiguo jefe del Mosad y docenas de mandos del ejército, a quienes nadie calificaría de disidentes, piden el voto contra el líder del Likud, porque “pone en peligro” las relaciones con el gran aliado y protector norteamericano.
Netanyahu da ese paso, primero porque sabe que los lazos con EE UU son estructurales y que no puede haber ruptura, y segundo, porque, sopesando desaire y suerte electoral, debe creer que afianzando esta última sale ganando. El primer ministro se dirige principalmente a un electorado convencido de que el mundo entero está conchabado contra el Estado sionista, a lo que da pábulo el rebrote de antisemitismo en Europa y base histórica, el crimen secular contra el pueblo judío. Y ese votante puede juzgar el desplante a Washington como una muestra de insobornable defensa del Estado.
El complemento de la operación lo ha desplegado el líder sionista con sus repetidas y recientes exhortaciones a sus correligionarios del mundo entero a emigrar a Israel, es de suponer que salvo de EE UU, donde son mucho más útiles como pieza clave de la alianza. Un futuro Gobierno dirigido por Netanyahu aspiraría verosímilmente a anexionarse en torno a un 40% de los territorios ocupados, reduciendo el resto a una entidad político-administrativa, intervenida, desmilitarizada, sin control de fronteras, a la que un conveniente eufemismo llamara Estado palestino. El remate sería la conversión de Israel en Estado exclusivamente judío, que enterrara para siempre la idea del regreso, siquiera simbólico de algunos miles de los varios millones de palestinos expulsados o huidos, más sus descendientes, en las guerras de 1948 y 1967.
El enfrentamiento Palestina-Israel ha sido militarmente asimétrico, un Estado poderoso contra bandas terroristas, y su consecuencia, una victoria nunca concluyente del Gobierno de Jerusalén. Las mal llamadas negociaciones de paz, hoy interrumpidas por extenuación de la Autoridad Palestina que preside Mahmud Abbas, también tienen esa base asimétrica, que solo podría desembocar en un acuerdo en el que Israel hiciera la mayor parte de las concesiones: retirada de los territorios ocupados. Pero toda la estrategia de Netanyahu, de la que el torpedeo del acuerdo con Irán es solo un eslabón, consiste en negar esa asimetría. Por ello, las negociaciones carecen hoy por completo de sentido.
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