Río se desmadra (como cada febrero)
Hay casi un millón de turistas sueltos por las calles y las reglas sociales quedan temporalmente suspendidas
Los turistas que esperan un taxi en la puerta del lujoso Windsor Copacabana llevan un cartel de agencia de viajes colgado al cuello y hacen cola obedientemente mientras miran a la gente divertirse y pasar. Lo primero que vieron algunos al entrar en el país fue máquinas con preservativos gratis que el Ministerio de Salud ha colocado en algunos aeropuertos. Los más jóvenes y solteros se frotan las manos. “¿Es verdad que si una chica te mira detenidamente puedes acercarte y besarle sin hablar?”. Condones, desde luego, no van a faltarles, porque se reparten millones de ellos y el 88% de los y las cariocas (según Globo) dice estar dispuesto a desfogarse sin protección durante esta mascarada, la más famosa del mundo. Es domingo de Carnaval y la mayoría de los turistas europeos del Windsor se encamina al Sambódromo. Pero las calles están repletas de disfraces, música y cerveza desde el amanecer. La ciudad ha vuelto a enloquecer, fiel a su cita anual, y los ‘blocos’ celebran ruidosamente los placeres y la alegría de vivir durante varios días enteros. Jerarquías y normas se relajan. La vida para. Hasta las escaleras mecánicas del metro más próximo a Sapuçai se han detenido, para no arruinar las capas y los vestidos de las escuelas de samba.
El Ayuntamiento ha dispuesto 25.000 baños químicos, pero pasa como con los preservativos. A medida que avanza el día, los carteles de ‘No mear en mi puerta’ que han colocado algunos vecinos de Santa Teresa van perdiendo fuerza. En los recovecos del barrio, al mediodía, huele a marihuana y a pis. El primer ‘bloco’ del día empezó a las siete de la mañana y la cerveza fría permanente (imprescindible) ha ido suavizando el civismo del personal, que desafía sistemáticamente la multa de 170 reales impuesta por las autoridades. Hay 15.000 personas ‘disfrazadas’ con su uniforme habitual de policía (incluyendo armamento pesado) en las calles, pero están para evitar sorpresas: en principio no se esperan para hoy ‘balas perdidas’ en la zona norte de Río de Janeiro.
A media tarde las taquillas del metro en Ipanema terminan por abrir sus compuertas: ha roto a llover y encontrar un taxi es sencillamente imposible. Es difícil moverse por las aceras. Hay disfraces de prácticamente cualquier cosa, siempre que no abriguen (salvo héroes excepcionales). Ancianas con máscara y purpurina se sientan en las cafeterías a mirar a la gente joven. Hombres silenciosos de entre 25 y 60 años llenan enormes bolsas de plástico con centenares de latas de cerveza vacías, para reventa. Este año les quita trabajo un intruso muy popular: el ‘sacolé’ helado (con cachaça o vodka).
Dentro del Sambódromo se mantienen las reglas. Miles y miles de cariocas bailan durante horas en las gradas de cemento al son de una música alegre y uniforme mientras desfilan las carrozas. El ambiente está saturado de plumas, color y brillo. Al locutor se le puede oír probablemente desde Sao Paulo. En los camarotes, las instituciones y los patrocinadores agasajan a la ‘gente guapa’. Pueden encontrarse millonarios de todo pelaje: hasta un tirano extranjero con su séquito. La mayoría de los extranjeros no entienden absolutamente nada sobre el prestigioso concurso de escuelas de samba que tiene lugar ante sus ojos ni saben que, para tener alguna posibilidad mínima de ganar, su presupuesto anual debe rondar como mínimo los 5 millones de reales. Dijo ‘Cartola’ hace 40 años: “Las escuelas de samba terminaron con el amteurismo, son grandes empresas privadas”. Una de ellas está financiada por el dictador más antiguo de África, Teodoro Obiang. Su despliegue de vestuario (aunque ligero) es apabullante.
Miles y miles de cariocas bailan durante horas en las gradas de cemento al son de una música alegre
En las calles hay casi un millón de turistas sueltos y las costumbres sociales están definitivamente suspendidas. El último ‘bloco’ del día es en Copacabana y los autobuses cruzan el Aterro de Flamengo, abarrotados de gente, a una velocidad inconcebible. Los cuerpos de los pasajeros se sostienen unos a otros. Ha caído la noche en Leme y la gente se mira a los ojos de otra manera. Algunos maquillajes se han difuminado, pero la playa entera baila al compás de los tambores. La ciudad se da una tregua a sí misma.
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