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Tribuna
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El fiscal de la República

Jamás hubiese creído que ibamos a asistir al entierro de Alberto Nisman y al entierro de la causa AMIA

Hay acontecimientos en la vida republicana argentina que marcan el fin de una era, de un estilo. Son marcas que tenemos tatuadas sin percibirlas, marcas de convivencia. En 1982 ha sido la guerra de Malvinas. La dictadura más sangrienta de América Latina no cayó por sus asesinatos más aberrantes. Su fin de ciclo aconteció luego de la alocada desventura bélica, una guerra que fue festejada por muchos, muchos más de los que imaginábamos, en la Plaza de Mayo, dando vivas a los militares asesinos. Asesinos fueron tanto por la muerte sembrada en su conducta represiva como al mandar a una generación a la muerte en la guerra contra Gran Bretaña.

En el 2002 ha sido la crisis económica más recesiva de la que tengamos recuerdo. El fin de un festival de endeudamiento, de una paridad monetaria ficticia y de una era de privatizaciones salvajes sin el mínimo resguardo del marco regulatorio y violando toda normativa o, en todo caso, forzando el marco del Derecho hasta un límite perverso.

Ahora es un 18 de enero de 2015. Durante la madrugada me notifican sobre un “incidente” en la casa del Fiscal Alberto Nisman, Fiscal especial de la Causa AMIA, Fiscal a cargo a cargo de un equipo de 40 personas de la Fiscalía Especial. Me lo notifican en mi carácter de Secretario General de la DAIA, Delegación de Asociaciones Israelitas Argentinas, la representación política de la quinta mayor comunidad judía en el mundo y la primera en Latinoamérica.

Este cargo lo detento por haber sido elegido en comicios libres en Noviembre de 2012. Jamás hubiese creído que ibamos a asistir al entierro de Alberto Nisman y al entierro de la causa AMIA. Tres días antes de ese día, mantuve una reunión con Alberto Nisman. Me notificó sobre la presentación de la denuncia contra la Presidente y miembros de su gabinete acerca de su intervención en el triste, innecesario y desajustado acuerdo con la República Islámica de Irán.

Alberto no era un suicida, no lo era por constitución ni por haber transitado alguna circunstancia tremenda en la vida. En esta tierra argentina, tan afecta a los placeres psicoanalíticos, es inevitable recurrir a Freud para interpretar los actos humanos. Y en este caso hablo de Alberto Nisman y de Cristina Fernández de Kirchner. Alberto amaba la vida, su tarea y a sus hijas. Cristina Fernández de Kirchner ama Facebook y Twitter. Y ama y odia al Poder Judicial de la República Argentina. Ama pretender el único poder que aún no ha ejercido y odia las desventuras que este poder le está provocando.

Cuando me reuní con ella en Diciembre de 2012 me dijo que ella no estaba de acuerdo con la pista iraní, como si la suma del poder le permitiera acordar o disentir con la actuación del fiscal y del juez en la causa más voluminosa de la Argentina. Y, además, como si no fueren la misma pista, Hezbolah en su rama iraní o en su rama siria, una con poder de veto sobre atentados que provoca la otra.

El 18 de enero de 2015 es otro momento bisagra en la historia de la democracia. Miles de personas en la calle, en Plaza de Mayo, en mi esquina, en la suya, en la de todos. Miles pidiendo por el Fiscal de la República. Miles pidiendo por la justicia, por los fiscales, por los jueces, y en definitiva, por ellos mismos. Miles pidiendo el fin de la impunidad en la Causa AMIA, una causa maldita, plagada de vacíos que Alberto Nisman pretendía llenar.

La Causa AMIA, esa causa lejana para algunos y tan cercana para nosotros. Si esta causa hubiese sido correctamente investigada, ¿habrían sucedido Torres Gemelas, Atocha, Londres, Charlie Hebdo y tantos otros? No hay manera de saberlo.

Tal vez tampoco sepamos quien mató al Fiscal de la Republica Alberto Natalio Nisman. Propongámonos que él sea la última víctima de tanta impunidad.

Jorge Knoblovits es secretario general de la Delegación de Asociaciones Israelitas Argentinas ( DAIA).

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