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“Que Akai no sea una estadística más de la violencia policial”

El funeral por el joven negro tiroteado en Brooklyn ofrece un contrapunto de rabia contenida frente a las protestas

Familiares cargan el ataúd de Akai Gurley.
Familiares cargan el ataúd de Akai Gurley.Edu Bayer

El rostro negro y embalsamado de Akai Gurley, de 28 años, muerto para siempre y cubierto con una gorra con la palabra Brooklyn bordada en la visera, produce una extraña sensación de calma cuando desde el coro de la hermana Linda Weldon llega hasta el ataúd un afinado “rompe tus cadenas, porque hay poder en el nombre de Dios”. Decenas de familiares, amigos, cargos electos y representantes de organizaciones civiles rodean en pie el cadáver como una densa ola mientras el Cristo redentor de la Brown Memorial Baptist Church de Brooklyn contempla impasible tanto dolor. Lejos, en Manhattan, las protestas continúan.

Gurley acaba de tomar el relevo de Eric Garner, Michael Brown y el niño de 12 años Tamir Rice en el panteón de víctimas de la violencia policial. Hoy, aquí, en Brooklyn, está su familia y su amigos; Sylvia y Kenneth Palmer, los padres; Melissa Butler, su novia; Kimberly Ballinger, la madre de unos de sus hijos; sus hermanos pequeños, atenazados por las lágrimas cuando intentan leer unos salmos... Pero sus rostros son los de una protesta que ha prendido en todo el país, sin distinción de razas ni edades, y ha abierto en canal todas las disfunciones del sistema, desde una policía acostumbrada a la intimidación hasta un sistema judicial injusto con las minorías, como ha reconocido la que puede ser futura presidenta, Hillary Clinton.

El hecho de que las marchas contrarias a las segregación racial que carcome Estados Unidos se produzcan con un afroamericano en la presidencia, Barack Obama, y otro en la Fiscalía General, Eric Holder, no es sino la paradójica evidencia de la gravedad de un problema que muchos daban por superado. Lo que en otros tiempos era un problema de la comunidad negra es ahora, como dijo Obama, “un problema americano”.

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Bajo una lluvia fría que en la calle cala los huesos, el velatorio y funeral resultan tristemente familiares. “Akai no se ha ido, nos lo han quitado, golpeado por una bala que nunca debía haberle encontrado”, proclama la Defensora del Pueblo de Nueva York, la afroamericana Letitia James. “Amén”, dicen desde las bancas, en las que puede verse a Melissa Mark-Viverito, la portavoz del Consejo Municipal, y congresistas demócratas como Nydia Velazquez o Hakeem Jeffries, entre otros políticos estatales o locales.

“Ningún padre debería enterrar a su hijos. Estamos aquí con lágrimas en los ojos y sin rabia en el corazón para consolar a la familia”, dice el reverendo Clinton M. Miller. “Debemos hacer frente a la pérdida de un padre, un hijo y un hermano, de otro hombre negro muerto en las manos de la policía de Nueva York”. Walter Mosley, miembro de la Asamblea de Nueva York, ocupa el púlpito para recordar: “Debido a las circunstancias que provocaron la muerte de Akai, todo el mudo nos esta observando. Tenemos que decir que la paz debe prevalecer. Ya llegará el día de las expiación y del juicio”.

Pese a los cientos de detenidos de estos días, la paz, como reclama Mosley, ha prevalecido en las manifestaciones en todo el país. Las de Nueva York, las más numerosas, han mostrado una indignación amplia, bien organizada y persistente, muy diversa, heredera de las protestas de los indignados contra Wall Street durante la crisis y, anteriormente, contra la convención republicana de 2004. Personas de todas las edades tienen cada noche en jaque a la policía con tácticas de pacífica lucha urbana: varias columnas de manifestantes en constante movimiento recorriendo, sin enfrentarse a los agentes, las arterias más emblemáticas de la capital.

Pero ahora, en la iglesia de Brooklyn, impera una indignación contenida, respetuosa con el lugar, pese a la dureza de alguna de las intervenciones. “¿Cómo le explico a mi hija que su padre no va a volver? Le dijo a su hija que volvería más tarde, que la llevaría a la escuela. Nunca volvió”, recuerda Melissa Butler.

Gran jurado

La noticia de que el fiscal de Brooklyn, Ken Thompson, convocará en unos días a un gran jurado para que decida si presenta cargos contra el policía de origen asiático Peter Liang recorre el funeral. “Tengo toda la confianza en el fiscal”, declara Graham Weatherspoon, policía afroamericano retirado que sirvió 20 años en el cuerpo. “He detenido a mucha gente, y siempre que he utilizado mi pistola ha sido por algún motivo. El problema del chico que mató a Akai es su falta de preparación”, añade. Junto a él, Nicholas Naquan Heyward asiente. Su hijo murió a manos de la policía en 1994. Desde entonces, el hombre ha visto caer a tres conocidos desarmados en encuentros con los agentes. “Siento un gran dolor. Otra vez lo mismo, el mismo escenario, la misma pena”.

Personas de todas las edades tienen cada noche en jaque a la policía con tácticas de pacífica lucha urbana

Alicient Butel, agente de libertad condicional de Akai Gurley, aguarda bajo la lluvia a que el funeral termine. “Trabajé con Akai dos años. Era un chico con futuro, muy consciente de los desafíos que tenía por delante dados sus antecedentes. Cuando oí su nombre y vi su foto, quedé devastada”. Cinthya Howell, de Families United for Justice, pregunta a los periodistas: “¿Qué sucedió? Todavía estamos esperando una explicación”. Su tía, Alberta Spruill, murió de una ataque al corazón cuando la policía, en un registro, lanza una granada en su apartamento.

“No entiendo cómo el sistema es incapaz de ofrecer justicia. Las protestas son pacíficas, pero nuestro espíritu siempre será rebelde. No cejaremos hasta que se haga justicia. Que Akai no sea una estadística más de la violencia policial”, pide Letitia James antes de abandonar el acto.

El féretro es retirado e introducido en el coche fúnebre bajo una lluvia inclemente. “Sólo quien haya perdido a un hijo puede saber el dolor que siento”, declara Sylvia Palmer, la madre. “Cuando oías risas, era Akai; cuando veías una sonrisa, era Akai. Es todo lo que tenemos, hermanos, dulces recuerdos. No los olvidaremos. Que la paz perdure”, afirma el padrastro, Kenneth Palmer.

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