¿Por qué da miedo un Papa que habla más de los hombres que de Dios?
A Francisco parecen interesarle más las lágrimas de los humillados que la plegaria arrogante del fariseo del templo: "Yo no soy como esos pecadores"
El papa Francisco empieza a ser cada vez menos amado por algunas jerarquías de la Iglesia que por la gente. Gusta menos a muchos devotos que a la caravana humana de los que sufren. Los burócratas de la Iglesia le acusan entre dientes de que habla poco de Dios y mucho de los hombres, sobre todo de los más marginados por la sociedad.
Es un Papa que cita poco las encíclicas. Le bastan las pocas páginas de los evangelios que están pobladas de historias de marginación y dolor más que de glorificaciones divinas.
Al profeta judío que dio origen al cristianismo le interesaban, como a Francisco, más los diferentes, los despreciados por el poder y por la Iglesia, que los dioses y los ángeles. Era severo con las hipocresías del templo y condescendiente con prostitutas, adúlteras y pecadores.
No fue un profeta revolucionario, como tampoco lo es Francisco. Simplemente no soportaba el dolor injusto infligido por el poder a los que no se arrodillaban ante él o no tenían voz ni voto en la sociedad.
A Francisco, los suyos le acusan de interesarse más por el drama de los homosexuales, de los niños violentados por padres y obispos, por la unión de las diversas confesiones religiosas o por los problemas terrenales, como el terrorismo o las guerras, que por los dogmas y por la conversión de los infieles.
Una cierta Iglesia le empieza a criticar, como ha informado en este diario Pablo Ordaz, que mire más hacia Dios que hacia el mundo. Han intentado clasificarlo políticamente (¿de izquierdas?) y él sonríe. “Yo soy del partido del Evangelio”, le respondió a un rabino argentino que se interesaba por sus preferencias políticas.
Francisco ha vuelto a recordarlo a los periodistas durante su último viaje a Turquía.
Y hay que recordar que en los evangelios, el profeta judío llama de “zorra” al tirano Herodes; acusa de hipócritas y manipuladores a los sacerdotes que habían convertido el templo en una “cueva de ladrones”.
En las páginas del Evangelio, el misericordioso Jesús, el que perdonaba todas las fragilidades humanas y se hallaba a sus anchas con los arrinconados en las cunetas de la vida, fue, sin embargo, terriblemente severo contra los violadores de menores, como lo es el papa Francisco.
Jesús llegó a pedir la pena de muerte para los que abusaban de los pequeños. “Mejor que le coloquen una rueda de molino al cuello y los arrojen al mar”, llegó a decir. Francisco se conforma con que vayan a la cárcel.
Como hace más de dos mil años, también hoy para el Papa la fe verdadera es una mezcla de misericordia con los caídos y de dureza con los explotadores. A él parecen interesarle más las lágrimas de los humillados que las plegarias arrogantes del fariseo del templo: “Yo no soy como esos pecadores”.
La Iglesia, convertida tantas veces a lo largo de la historia en un poder temporal más que divino, ha escrito y hablado de Dios hasta el infinito. Mucho menos que de los hombres y sus angustias.
El papa Francisco prefiere hoy hablar más del prójimo que de la divinidad, lo que empieza a ser visto como una herejía.
Al profeta de Nazaret lo clavaron muy joven en una cruz por haber exagerado en su defensa de los despreciados. Quizás también por haber hablado más de la gente que de Dios.
No es extraño que dentro de la Iglesia, por parte del poder que prefiere que se invoquen más las glorias de Dios que las flaquezas de los hombres, el papa Francisco pueda llegar a ser acusado de haberse olvidado del cielo para interesarse demasiado en la Tierra y en ese infierno que en ella viven los millones de pobres, de exiliados, de perseguidos por las ideologías, de los que sufren el zarpazo del hambre, la persecución o el olvido.
Francisco sabe muy bien que para la Iglesia primitiva, nacida del judaísmo que deseaba universalizarse, el rostro de Dios solo era visible en el dolor de los hombres y en la sed de justicia proclamada por los profetas.
El Dios encarnado no es el que vive distraído y feliz sobre las nubes, sino más bien preocupado como una madre con la vida real de la gente. Francisco prefiere ser, sencillamente, un cristiano de los orígenes.
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