EE UU vuelve a reconciliarse con su pasado como nación de migrantes
La reforma de Obama responde a la realidad de un país impulsado por la inmigración
Las escrituras nos dicen que nunca debemos oprimir a un extranjero, porque conocemos qué hay en su corazón: un día, nosotros también fuimos extranjeros”
El presidente Obama, en un discurso desde la Casa Blanca, justificaba así las medidas aprobadas esta semana y con las que puede regularizar la situación de casi cinco millones de indocumentados. El mandatario demócrata también recordaba a los ciudadanos que Estados Unidos es y siempre será “una nación de inmigrantes” que se ha nutrido, desde sus orígenes, de las aportaciones económicas, sociales y culturales de millones de personas que decidieron marchar a otra orilla.
Los primeros asentamientos de británicos en las orillas de lo que es hoy el Estado de Virginia, en el siglo XVII, junto con las siguientes oleadas de alemanes y holandeses, configuraron el origen migrante de los Estados Unidos. El comercio de esclavos traería más de 600.000 africanos durante dos siglos. En 1820 comenzó la segunda oleada migratoria que conociera el país, con más de siete millones de personas en apenas cinco décadas. Uno de cada tres recién llegados procedía de Irlanda, azotada por la pobreza, y optó por quedarse en la costa Este, definiendo su carácter hasta el día de hoy. El otro tercio era alemán y apostó por las tierras agrícolas del centro del país.
¿Somos una nación hipócrita en la que aquellos que cosechan nuestra fruta o nos hacen las camas nunca tienen la oportunidad de regularizar su situación ante la ley?"
Cada oleada multiplicaba los efectos de la anterior. Entre 1880 y 1920, en la tercera oleada, llegaron a EE UU más de 23 millones de personas. Ese impulso, como los que vendrían después, tenía sus causas tanto en la eterna promesa del país de destino como en las circunstancias económicas en el lugar de origen. La hambruna en Irlanda o la pobreza en el sur de Italia empujaron a los europeos a apostar por América. Su llegada tuvo especial impacto en las ciudades de la costa Este norteamericana, donde británicos y holandeses ya asentados rozaron con los europeos más pobres.
Alan Kraut, historiador de la inmigración en EE UU y autor de obras como ‘El inmigrante en la sociedad americana’ defiende que las oportunidades económicas motivaron a los migrantes tanto como la libertad política y religiosa, especialmente importante en el caso de las minorías religiosas, como los judíos de la Europa del Este.
“La mayoría de los inmigrantes pasaron por las ciudades, aunque luego se dedicaran a la agricultura en el interior”, explica Kraut en el documental de la cadena PBS, ‘First Measured Century’, sobre el papel de la inmigración en EE UU durante el siglo XX. “Esa concentración de inmigrantes cambió para siempre la naturaleza de la vida urbana, nacieron periódicos en diferentes idiomas, las tiendas repartían comida de otros países para satisfacer las demandas de los recién llegados”.
Todos ellos, como la emigración latinoamericana que a finales del siglo XX inició una huida hacia el norte que ha cambiado para siempre el futuro demográfico -y lingüístico de EE UU, fueron recibidos en un primer momento, integrados silenciosamente entre la clase trabajadora, pero a la sombra, como una fuerza subterránea cuyo impacto se ignora hasta que ya es demasiado tarde. Hasta que el país ha vuelto a cambiar.
Las imágenes de las avenidas de Nueva York, Chicago o Filadelfia que bullían con la actividad de los pequeños nuevos empresarios a comienzos del siglo XX, no son distintas de las que perviven en esas mismas urbes en la actualidad. Y también son las mismas que desde el interior del país, en Estados como Arizona, Alabama, Nevada o Georgia, donde se disparó la población hispana a principios del siglo XXI por la última oleada migratoria, convencieron a muchos legisladores de que había que expulsar a los indocumentados, competencia directa para las oportunidades económicas locales.
Arizona, Georgia y Alabama aprobaron en 2010 algunas de las leyes migratorias más restrictivas con la inmigración de la historia de EE UU. Arizona prohibió a sus ciudadanos trasladar a un indocumentado en su vehículo. Alabama obligó a preguntar si los padres de los estudiantes de sus escuelas públicas eran residentes legales. Georgia persiguió a los trabajadores agrícolas, poniendo en peligro la cosecha de todo un año. Los tres rectificaron, no sin antes pasar, como en el caso de Arizona, por una derrota en el Tribunal Supremo.
En 1986, Reagan firmaba la conocida como “ley de amnistía”, que dio a más de tres millones de indocumentados el permiso para obtener la ciudadanía
Antes habían cerrado las puertas las leyes de cuotas contra los inmigrantes asiáticos o los provenientes de naciones comunistas. Desde 1892, los brazos abiertos de Ellis Island, el centro de procesamiento de inmigrantes recién abierto en Nueva York, no dejaban paso a la tierra prometida sin antes superar un examen médico para determinar si los inmigrantes estaban en las condiciones de salud adecuadas para unirse a la fuerza trabajadora. Después de la primera Guerra Mundial, los máximos defensores de los test de inteligencia intentaron determinar que los emigrantes de Italia o Rusia tenían capacidades inferiores que los estadounidenses.
Cada oleada migratoria que ha recibido EE UU ha dado paso a un período de ajuste como el que recordaba este jueves el presidente Obama. “¿Somos una nación hipócrita en la que aquellos que cosechan nuestra fruta o nos hacen las camas nunca tienen la oportunidad de regularizar su situación ante la ley? ¿O somos un país que les da la posibilidad de rendir cuentas, asumir su responsabilidad y dar a sus hijos un futuro mejor?”
Esa pregunta era el eco de los mismos pasos dados por algunos de sus predecesores. En 1986, Ronald Reagan firmaba la conocida como “ley de amnistía”, que dio a más de tres millones de indocumentados el permiso para obtener la ciudadanía si cumplían varios requisitos, desde haber residido en EE UU durante los cuatro años anteriores a carecer de antecedentes criminales. Dos décadas antes, el presidente Johnson creó el sistema de inmigración moderno, acabando con las cuotas por países y para recibir a aquellos profesionales que más demandara la economía estadounidense. Después llegarían las loterías de ‘green cards’ o permisos de residencia, para traer a EE UU a los ciudadanos de países con menor representación.
Entre todos ellos, las fronteras estadounidenses han funcionado como un filtro para hacer de su cultura el conocido como ‘melting pot’, una mezcla de idiomas, nacionalidades y experiencias en personas “que nunca estuvieron atadas a su pasado, sino que fuimos capaces de reinventarnos” como dijo Obama este jueves, y que han impulsado la primera economía del mundo.
“La mayoría de estos inmigrantes lleva mucho tiempo aquí. Trabajan duro en muchos puestos mal pagados. Sostienen a sus familias. Pertenecen a nuestras iglesias. La mayoría de sus hijos nacieron aquí y sus sueños, su esperanza y su patriotismo son los mismos que los nuestros”, dijo Obama. Inmediatamente después, citó al presidente Bush, su predecesor tanto en el mando como en la iniciativa de regular la inmigración. “Ellos son parte de la vida americana”.
Obama, como Bush, expresaró así la realidad de que, detrás del puñado de votos que puedan haber logrado las políticas anti-inmigrantes, esa estrategia debe enfrentarse siempre a la realidad de un país que sabe que se ha beneficiado de sus aportaciones y que sigue necesitándoles. Pero tan real es esa dependencia como el temor de muchos ciudadanos, en una tradición tan extensa como la de la migración a EE UU, de que la llegada de extranjeros va a cambiar el tejido social y cultural de esta nación, por mucho que fuese fundada por inmigrantes.
El presidente abrazó esa preocupación con apenas cuatro líneas de su discurso: “Sé que algunos piensan que la inmigración va a cambiar aquello que somos, que los inmigrantes se quedarán con nuestros trabajos o perjudicarán a la clase media cuando ésta ya siente que ha sufrido durante la última década”. Pero zanjó el debate como cualquiera de sus predecesores, apelando a la historia: “Un día, nosotros también fuimos extranjeros”.
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