Iguala y la gobernabilidad latinoamericana
Las instituciones no se muestran capaces de reaccionar o de prevenir un remolino que pone en riesgo la gobernabilidad
Lo ocurrido en Iguala, en Guerrero, México, con la desaparición (o masacre) de 43 jóvenes estudiantes ha ocupado, con razón, varias primeras planas. Por el horror e impunidad de la acción del crimen organizado, por el involucramiento del poder local en ese caso, y porque hay razones suponer que un hecho como ese es una especie de “punta del iceberg” de un proceso fuera de control. Que refiere y amenaza no sólo a México sino, en alguna medida, al resto de América Latina.
Una primera advertencia: hablar de América Latina, como realidad homogénea tiene algo de simplificación dadas las diferencias entre países en datos claves como delincuencia, pobreza o estabilidad institucional. Hay, sin embargo, algunas tendencias gruesas que atraviesan a la mayoría de países de esta región de más de 500 millones de habitantes. “Lo bueno, lo malo y lo feo”, puede servir, así, como una especie de titular sobre lo ocurrido en el último decenio en buena parte de los países.
Lo bueno; lo hay en la última década. Por ejemplo, un crecimiento económico promedio de 80%, reducción de la pobreza en un 30 % y expansión de la clase media en un 30%, con lo que algunas decenas de millones de latinoamericanos —al menos por ahora— dejaron de ser pobres. Sombras en el panorama: fin del boom de los precios de las materias primas.
En lo político-institucional: consolidación de las elecciones como fuente de los Gobiernos y una relativa estabilidad y continuidad político-electoral. Ejemplo reciente: las elecciones en Bolivia y las dos vueltas de las brasileñas, en donde las propuestas de Dilma y Aécio no son antagónicas. Las polarizaciones electorales hoy son, más bien, un tema “europeo”.
También es notable la consolidación y expansión de capacidades nacionales de protección de derechos humanos. La dinámica del “diálogo jurisprudencial”, en el que los jueces nacionales hacen uso creciente de los avanzados estándares de la jurisprudencia del Tribunal Interamericano de Derechos Dumanos; y éste, a su vez, recoge decisiones innovadoras de altas cortes nacionales.
Los procesos de creciente violencia e impunidad criminal han dejado de ser locales o nacionales
Lo malo, es la otra cara de estos mismos desarrollos y puede repercutir —positiva o negativamente— dependiendo de cómo se le maneje. Un par de ejemplos. Ha habido crecimiento, pero no un desarrollo paralelo de aparatos públicos más eficientes y confiables en áreas como la educación o la salud pública o en servicios fundamentales. Esto amenaza la estabilidad institucional y política, pues entre los “demonios” del crecimiento está una nueva clase media con gran capacidad de presión y movilización. Como lo ha analizado Fukuyama, el curso de la acción política de una clase media vigorosa, descontenta y en acción, es explosivo.
Otro: sociedades con creciente demanda democrática pero con una maquinaria e institucionalidad pública básicamente incapaz de acompañar esa demanda. Un ejemplo: la consulta previa a los pueblos indígenas, tema en la agenda de 14 países latinoamericanos, pero para el cual no se ha generado una institucionalidad y procedimientos viables y sostenibles.
Lo feo... y, muy feo, es la nueva dimensión del crimen organizado y otras formas de criminalidad, como el pandillaje (las maras). La aparente “fusión” entre bandas del crimen organizado, como los Guerreros Unidos, con facciones del poder político local le da a lo de Iguala una dimensión distinta y particular, pero que nutre de ese mismo telón de fondo.
Hay países en los que esto ya eclosionó, pero en muchos otros las corrientes son también poderosas aunque, acaso, aún subterráneas. El hecho es que las instituciones no se muestran capaces de reaccionar —o de prevenir— un remolino que pone en riesgo la gobernabilidad misma y los procesos económicos y de inversión que han arrojado tan auspiciosos resultados en la última década en la mayoría de países. Y no es sólo cuestión de la estadística sobre delitos que aumentan, sino la gravísima expansión del crimen organizado con lo que ello conlleva de impune penetración en áreas importantes de los Estados.
Esto ya tiene terribles consecuencias en la sociedad. La victimización en algunos países está superando las peores cifras de épocas de las guerras internas o de violaciones masivas y sistemáticas por gobiernos autoritarios. El estimado en un estudio para ACNUR sobre desplazados, da cuenta que sólo en el año 2013 el 2% de la población salvadoreña se desplazó para protegerse de la coacción de las maras. O la versión proporcionada por el jefe policial salvadoreño de que habría ya más de 2.000 “desaparecidos” por acción de las maras.
Este bolsón de “lo feo” pone en jaque a la gobernabilidad y todos los avances que se pueden haber tenido en el último decenio. Parecería que no se sabe bien qué hacer y que cada cual está ensayando y experimentando por su lado. Es obvio que no hay fórmulas fáciles ni varas mágicas, pero, sin duda, no es aceptable la tesis ingenua de que para tener éxito hay que “acabar, primero, con la pobreza”. Por cierto, que hay que enfrentar la pobreza, pero el dato es que no es en los países con ingresos per cápita más bajos del continente (por ejemplo, Nicaragua o Bolivia) en donde la delincuencia campea más.
Urgen planes de corto, mediano y largo plazo que reemplacen anuncios efectistas. Esto es, verdaderas estrategias institucionales en ámbitos como las responsabilidades y tareas de la policía, la justicia, los municipios y la participación ciudadana para prevenir el crimen. El telón de fondo es que estos procesos de creciente violencia e impunidad criminal han dejado hace rato de ser “locales” o nacionales. Son problemas regionales y repercuten sobre la gobernabilidad del conjunto.
No es cuestión, por cierto, de “intervención” en asuntos soberanos, pero sí de poner seriamente en agenda el diseño de estrategias y de respuestas regionales que nutran a cada país. Por ejemplo, compartiendo de manera rigurosa las buenas experiencias —que las hay— en materia de prevención y respuesta, las que deberían ser conocidas sistemáticamente, estudiadas y utilizadas en lo que sea replicable. Un proyecto de cooperación sur-sur podría ser, por ejemplo, parte de las tareas de una o más de las organizaciones de la sopa de letras de regionales y subregionales que se han creado. A mi juicio, que sean capaces —o no— de aportar algo en este terreno, debería ser criterio para la validez de su propia existencia. ¿Veremos eso?
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